miércoles, 14 de noviembre de 2007

Infiernos

Cuando iba camino de reclamarle su alma por el abominable pecado de haber renunciado a desembarazarse de la tristeza, el diablo pensaba que, henchido de miedo, le rogaría clemencia mientras se aferraba con las uñas ya gastadas a su amarga condición de alma en pena vagando entre mortales sin posibilidad alguna de ser reconocido. Por su larga experiencia en asuntos de almas sabía bien que, habitualmente, eran éstos los que más inútil y patética oposición ponían a que se cobrase lo que le correspondía en justicia -Siempre que le pasaba por la mente este concepto, experimentaba un agudo escalofrío, que es una de las sensaciones que más desagrado produce en cualquier criatura de los avernos-.

Pero, cuando se le aproximó, lo encontró tan sereno e imperturbable, tan inexpresivo, que parecía ya sólo ser una ausencia desvanecida. Y al diablo no le interesaban almas vacías. Hasta el momento, cada vez que se había intentado, su combustión había sido imposible. Pero tanto tiempo ejecutando sentencias capitales le había enseñado que algunos, arrepentidos en el último instante de haber desterrado la alegría, eran capaces de fingir ese estado catatónico con gran astucia, tratando inútilmente de librarse de lo inevitable. Así que, como hacía siempre en estos casos, comenzó a escudriñarle los adentros sin la menor duda de que, como desde los inexistentes orígenes había sucedido sin excepción alguna, terminaría por descubrir la verdad, lo cual constituía una de las tareas más desagradables a las que el diablo debía enfrentarse cada día, siendo motivo para que tratase aún con más impiedad y saña a éstos que trataban de engañarlo con tan pueriles artes, inconscientes de la magnitud de su poder.

Tardó más de lo habitual, pero cuando constató el inmenso dolor que lo atormentaba por el hecho de, por propia torpeza, haber desperdiciado sin posibilidad de vuelta atrás la amistad de Elvira, y que era ese sufrimiento amargo, y no su voluntad, lo que lo anclaba en la tristeza, lo primero que pensó fue que alguno de sus lacayos infernales había instruido mal el sumario, haciendo que se condenase a un inocente. Y se regocijó de tener súbditos tan eficientes.

Después, lo miró con sarcasmo y desprecio, y se dio media vuelta, pensando, un tanto frustrado e iracundo al saberse superado en lo relativo al poder mortificador de sus torturas, que no merecía la pena la molestia del traslado de aquel alma para llevarla hasta un infierno de inferior categoría. Entonces, desde detrás de la coraza, transparente tan sólo a la mirada impasible de La Bestia, brotó una lágrima que, de súbito, se solidificó sobre la mejilla izquierda de Manuel.

Julio de 2006
Fotografía: Olle Carllson

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues yo he sentido ese agudo escalofrío con este relato, jolinnnnn, qué mieditis, ni Elvira ni Manuel, me voy a buscar algo que me haga reír con urgencia, :), un beso

Anónimo dijo...

Impresionante. Nada peor vendrá? Vivir en el mismo infierno...escalofriante.