miércoles, 7 de diciembre de 2016

Elegía

A mi madre y a mi hermano José Manuel,
que durante tanto tiempo se estuvieron
dando mutuamente la vida.

Cuando murió mi madre,
cincuenta y una horas
de espantosa agonía,
lloraba el cielo a mares.
Durante la agonía de mi madre
estuvo diluviando de tal modo
que era como si todos
los dioses, al unísono,
llorasen sin consuelo
lamentando su pérdida.
Nunca lo tuvo fácil
-el porqué y los detalles
no vienen ahora a cuento-
ni en vida ni en las horas
aciagas de su muerte,
pero fue una mujer
luchadora que dió
desde el principio al fin
la vida por sus hijos,
una madre valiente
que al final de sus días,
pese al cansancio, el tedio,
el sufrimiento de una
vida apenas sin vida,
trató de continuar
viviendo, batallando
sin tregua por nosotros
hasta el último aliento.
(Pero esta vez, mamá,
esta maldita vez
no te ha sido posible
seguir dando batalla,
mi vida, madre buena.)
Nunca he creído en dioses
ni en una vida nueva
más allá de la muerte.
Hoy, menos, sin mi madre.
Pero ella era creyente
y os juro que en las horas
eternas de su muerte
lloraba el cielo a mares. 

2 comentarios:

Carlos dijo...

De nuevo mis condolencias.

La que vino de Júpiter. dijo...

Lo siento muchísimo, Rafa.
Sé por lo que estás pasando.
Sé cuanto duele.


Te abrazo, Rafa, fuerte, muy fuerte.

Besos.