Cuentan de Agustín Casado
que siendo un tierno mozuelo
ya soñaba en emular
al mejor de los toreros.
Pero también, según dicen,
hubo un no sé qué, un secreto,
que lo frenaba en sus ansias
de triunfar en el albero.
Incluso algún conocido,
mala leche y poco seso,
impúdico aseguró
que era el fantasma del miedo.
Y espoleado por dimes
y diretes tan ligeros,
arropándose en la cal
de un sencillo tentaero,
el incauto de Agustín
un mal día se echó al ruedo,
dispuesto al fin a agarrar
a aquel toro por los cuernos.
Fue como mandan los cánones
ancestrales del toreo:
a las cinco de la tarde
con sol de justicia ardiendo.
Y junto al tendido cinco
fue valiente y tan maestro
-no en Jerez de la Frontera,
que eso allí es algo muy serio-,
que cuando abatió al morlaco,
estoque en lo alto, certero,
pidiendo orejas y rabo
se agitaron mil pañuelos.
Mas su euforia se vio rota,
flor de un día, de un momento,
cuando estaba a la mitad
de la octava vuelta al ruedo:
Un grito desaforado
confirmando sus recelos,
apagando oles y palmas,
se alzó desde un burladero.
Y lo dejó para siempre
por no oír a nadie de nuevo,
a él que era un hombre de izquierdas,
nunca más llamarlo “diestro”.
Fotografía cortesía de Agustín Casado.
2 comentarios:
está cachondo el final
Quién reclamarse podría torero
por buenos, por hondos que sean sus lances,
por más que el rojo clavel de un percance
de sangre regado haya el albero
si al hacer de sus glorias balance
y a pesar de ese aire retrechero,
ni poeta, ni manola ni trovero
versificó jamás su performance.
Sabed que quien esto escribe hoy se arroga
ser doctor al volapié y al relance,
al cuarteo, por rondeñas y al alcance,
que León, sin Quintgero ni Quiroga,
alternativa me ha dado de toga
al ponerme en el cartel de un romance.
Agustín, "Niño de la Vicaría"
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