Los padres se habían educado autodidactas. Sus ideas correspondían a las del movimiento comunista que luchó contra la dictadura militar. Pero, con los años, una especie de absolutismo de ideas fue contagiando otros ámbitos de su vida cotidiana. Los tres tenían los mismos hábitos y costumbres en cuanto a actuar, decir y pensar.
La historia universal se había estrechado a límites precisos y exactos en sus cerebros. La historia de la filosofía comenzaba con el eurocomunismo, la de la moda con las vestimentas discretas de los izquierdistas y ecologistas de finales del siglo XX, la historia de la música sólo era interesante a partir del pop anglosajón, y la de la gastronomía la habían mutilado hacia la dieta vegetariana. Tales eran las fronteras de sus universos íntimos. Del resto de la historia universal, de entrada, se mostraban cautos y desconfiaban.
No es que les repugnara todo lo que no fuera de piel blanca y pelo rubio como a los nazis, pero huían como podían de compartir sus vidas con todos aquellos que no usaban su misma corbata ideológica: Creyentes de cualquier religión, folklóricos, pijos y vividores, fachas y gente de derechas, burgueses apolíticos,…
Cuando las circunstancias les obligaban a convivir con “gentes diferentes”, se asistía al despliegue de todo el pequeño arsenal de rencores que albergaban. Más temprano que tarde surgían las discusiones y polémicas. Se volvían agrios, rígidos y tensos. Saltaban a la palestra oratoria como torrentes de lava ardiente de un volcán dormido. ¡Cuántas palabras impertinentes¡ ¡Qué griterío malsonante¡ ¡Qué gesticulación tan agresiva¡ Afluían a sus bocas expresiones rotundas y adjetivos superlativos para zanjar rápidamente la cuestión: ¡Eso es una mierda¡ ¡Nunca he visto mentira mayor¡ ¡Imbécil y tonto¡¡Horrible¡¡Anticuado¡
Sus pensamientos, como sus palabras, eran de tonos blanquinegros. Se negaban a admitir la amplia paleta de colores y matices del arco iris. Ese símbolo de la naturaleza que representa la paz tras la tormenta, y que los filósofos han traducido como “nadie tiene la totalidad de la razón en cualquier convicción”.
Esa manera de comportarse los había rumbeado a impermeabilizarse para no entender y compartir otros modos de ser diferentes. Como si sus personalidades se hubieran edificado a la manera de monolíticos edificios, severamente protegidos de influencias externas. Y reforzaban sus cimientos, se autoafirmaban en el sentido que daban a sus vidas, con una insidiosa búsqueda de los fallos de los demás. Estaban ciegos para ver lo constructivo y positivo de personas con otras opciones de vivir.
Su visión tan parcial de la vida cotidiana desencadenaba frecuentes pirotecnias de ira en sus espíritus. Había multitud de pequeñas cosas adversas que los desquiciaban. Y sus ánimos sólo se apagaban cuando lograban imponer su costumbre, gusto u opinión, sea como fuere.
La historia universal se había estrechado a límites precisos y exactos en sus cerebros. La historia de la filosofía comenzaba con el eurocomunismo, la de la moda con las vestimentas discretas de los izquierdistas y ecologistas de finales del siglo XX, la historia de la música sólo era interesante a partir del pop anglosajón, y la de la gastronomía la habían mutilado hacia la dieta vegetariana. Tales eran las fronteras de sus universos íntimos. Del resto de la historia universal, de entrada, se mostraban cautos y desconfiaban.
No es que les repugnara todo lo que no fuera de piel blanca y pelo rubio como a los nazis, pero huían como podían de compartir sus vidas con todos aquellos que no usaban su misma corbata ideológica: Creyentes de cualquier religión, folklóricos, pijos y vividores, fachas y gente de derechas, burgueses apolíticos,…
Cuando las circunstancias les obligaban a convivir con “gentes diferentes”, se asistía al despliegue de todo el pequeño arsenal de rencores que albergaban. Más temprano que tarde surgían las discusiones y polémicas. Se volvían agrios, rígidos y tensos. Saltaban a la palestra oratoria como torrentes de lava ardiente de un volcán dormido. ¡Cuántas palabras impertinentes¡ ¡Qué griterío malsonante¡ ¡Qué gesticulación tan agresiva¡ Afluían a sus bocas expresiones rotundas y adjetivos superlativos para zanjar rápidamente la cuestión: ¡Eso es una mierda¡ ¡Nunca he visto mentira mayor¡ ¡Imbécil y tonto¡¡Horrible¡¡Anticuado¡
Sus pensamientos, como sus palabras, eran de tonos blanquinegros. Se negaban a admitir la amplia paleta de colores y matices del arco iris. Ese símbolo de la naturaleza que representa la paz tras la tormenta, y que los filósofos han traducido como “nadie tiene la totalidad de la razón en cualquier convicción”.
Esa manera de comportarse los había rumbeado a impermeabilizarse para no entender y compartir otros modos de ser diferentes. Como si sus personalidades se hubieran edificado a la manera de monolíticos edificios, severamente protegidos de influencias externas. Y reforzaban sus cimientos, se autoafirmaban en el sentido que daban a sus vidas, con una insidiosa búsqueda de los fallos de los demás. Estaban ciegos para ver lo constructivo y positivo de personas con otras opciones de vivir.
Su visión tan parcial de la vida cotidiana desencadenaba frecuentes pirotecnias de ira en sus espíritus. Había multitud de pequeñas cosas adversas que los desquiciaban. Y sus ánimos sólo se apagaban cuando lograban imponer su costumbre, gusto u opinión, sea como fuere.
© Carlos Parejo Delgado
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