La reunión familiar navideña le resultaba insoportable a sus catorce años. Esquinada en un ángulo de la larga mesa, no tenía tiempo para nadie más que no fueran los personajes que pululaban por la pequeña pantalla, de la que sólo separaba la vista para dar espaciosos bocados.
Por su intensa, reconcentrada y emocionada expresión se lo tenía que estar pasando la mar de bien con aquellos seres virtuales.
Las sorpresas y premios que le deparaba la aventura propuesta por aquella miniatura de maquinita electrónica, le atraían más que la incierta felicidad de intentar divertirse y tener una jugosa charla con el resto de los miembros del clan. Siendo la única chica de corta edad lo consideraba el mejor remedio para no sentirse sola. Jugando con la maquinita todo era más fácil y rápidamente emotivo. Y no corría riesgo alguno.
No había contacto carnal con la barba rasposa de sus tíos y abuelos, ni la profusión de miradas y risitas empalagosas con las mujeres mayores. Tampoco tenía que transparentar la amargura de sus sentimientos y fingir reír cuando lo que quería era perderse de marcha toda la noche con su pandilla. Incluso, si se aburría o fastidiaba con tanto juego virtual, bastaba con pulsar un botón y apagarla, atender un rato a las tonterías reales que se decían en la mesa, y rápidamente le venía otra vez el deseo de desconectar.
Por su intensa, reconcentrada y emocionada expresión se lo tenía que estar pasando la mar de bien con aquellos seres virtuales.
Las sorpresas y premios que le deparaba la aventura propuesta por aquella miniatura de maquinita electrónica, le atraían más que la incierta felicidad de intentar divertirse y tener una jugosa charla con el resto de los miembros del clan. Siendo la única chica de corta edad lo consideraba el mejor remedio para no sentirse sola. Jugando con la maquinita todo era más fácil y rápidamente emotivo. Y no corría riesgo alguno.
No había contacto carnal con la barba rasposa de sus tíos y abuelos, ni la profusión de miradas y risitas empalagosas con las mujeres mayores. Tampoco tenía que transparentar la amargura de sus sentimientos y fingir reír cuando lo que quería era perderse de marcha toda la noche con su pandilla. Incluso, si se aburría o fastidiaba con tanto juego virtual, bastaba con pulsar un botón y apagarla, atender un rato a las tonterías reales que se decían en la mesa, y rápidamente le venía otra vez el deseo de desconectar.
© Carlos Parejo Delgado
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