domingo, 22 de abril de 2007

Para morir de amor

Grandes hombres de la ciencia y de la teología llevan toda una eternidad tratando de descifrar, tanto como las razones y origen de la vida, los motivos de la muerte. Aunque lo primero continúa –y puede que continúe por mucho tiempo, tal vez por siempre- sin una respuesta concluyente o al menos satisfactoria, a la luz de la ciencia, al menos, parece ser que ya han sido despejadas casi todas las incertidumbres sobre el porqué y el cómo envejecemos y estamos abocados a la muerte.

Pero mi visión -desde la perspectiva de éste mi universo, este universo que es el único que realmente existe, este universo del que soy, muy a pesar mío, centro rodeado de vacío, éste que morirá conmigo dejando sólo oscuridad y frío… mi visión, como decía, es otra. Yo estoy convencido de que las causas de la muerte son otras muy diferentes a las que arguye la ciencia, de que morimos de amor, de que con cada ser querido que se nos muere o se nos aleja para siempre, se nos graba una nueva arruga en el rostro del alma y nos brota un nuevo cabello blanco en los latidos; hasta que el corazón encanece del todo y decide detenerse.

Es cierto que hay quienes, casi desde un principio o a partir de determinado momento en su breve paso por el mundo, nunca han querido a nadie más que a sí mismos. Y me diréis: “éstos también mueren”. Pero no, éstos no mueren, no; porque, aunque los veamos caminar con paso firme y decidido, ya están muertos de antemano, y también carecen, como los vivos, de destino.

Creo haber observado también, que el síndrome que los aqueja en su putrefacción invisible y aséptica, pudiera llegar a ser contagioso. Es por eso que he decidido que ya nunca más me acercaré a ti: porque te quiero seguir queriendo, porque quiero seguir queriendo para seguir viviendo, para poder sumar, cada día que pase, nuevas arrugas y cabellos blancos a los que me brotaron por tu causa. Hasta morir un día… de amor; como morirán todos aquellos que se empeñan en seguir vivos.

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