Después de varios días de ola de calor todo el vecindario trianero permanece oculto y agazapado en sus casas hasta la anochecida. Y, de pronto, el tráfico por la estrecha calle Alfarería entra en una agobiante hora punta. Si fuera el mago Merlín ampliaría entonces la calzada para que cupiera todo el mundo, sin amedrentarse ni molestarse.
Construiría un carril en ambos sentidos para las ciclistas con prisas y los turistas que visitan Triana en quince minutejos con sus guías multilingües, montados en artilugios rodantes como segways y freeways.
Otro carril para patinetes de niños que te pisan involuntariamente el callo del pie que más te duele, y para vehículos eléctricos de personas con movilidad reducida.
Una tercera vía la destinaría para corredores ansiosos de estirar los músculos y medirse las pulsaciones haciendo running, tras un interminable día de trabajo aburrido y sedentario.
Un cuarto carril sería para los dueños que sacan de paseo a sus perros - tirados de extensibles y engorrosas cintas elásticas-, para que las líen y se ladren entre ellos, respectivamente.
Un quinto carril para que los amenazantes icebergs de los coches de bebes monovolúmenes choquen o se esquiven mutuamente.
Un sexto carril para los jóvenes en tablas como las de surfear vayan haciendo piruetas, de manera compartida con los que se desplazan en patines de ruedas como si estuvieran en un velódromo.
Y, por fin, un séptimo carril sería de uso exclusivo para los paseantes que aspiran a poder recuperar la condición de pacíficos transeúntes urbanos. Esos especímenes humanos en riesgo de extinción, que aún quieren ir charlando tranquilamente y sin prisas, o andar lenta y distraídamente mientras consultan el teléfono móvil o van leyendo un libro, o simplemente pensando en las musarañas. Esos transeúntes que no quieren sufrir tantos sobresaltos con los “otros peatones” de los imaginarios carriles antes soñados.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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