Heredé de mi tía abuela –a falta de otros descendientes- una casa de estilo regionalista con tres plantas en la calle Alfarería. Su fachada se mantiene como hace un siglo. Si bien, los vientos, las humedades y las lluvias han llenado de churretes y manchas negras su blanca cal, pues perdí la costumbre de enjalbegar la fachada cada primavera; también han caído algunas de sus centenarias persianas de varillas verdes, que ya no se descorren al amanecer ni se desenrollan al mediodía para que no entre la flama a la hora de la siesta. Ahora a las desnudas ventanas les pongo un cristal o, si tengo estrecheces económicas, unos cartones. Y es que yo, Elena, me gano la vida como una titiritera trashumante. He recorrido con mi arte todos los países europeos y, al modo de mi heroína televisiva Pippi Calzaslargas: Me basta y me sobra con que me cubra un techo y tenga una mullida cama y una blanda almohada; Aún así, voy arreglando lo que puedo cuando tengo dinerillo y algunos días de ocio. He colocado un pañuelo pintado con un elefante hindú y dos mantas viejas para que sirvan de cortinas a sendos balcones. En ellos intentan prosperar titánicamente un jazminero y dos tiestos de geranios. Pero su única compañía permanente son dos llantas de bici de repuesto, unos bolos y unos tambores africanos. La entrada a mi vivienda se realiza a través de una puerta metálica –como de garaje- con una cerradura alta para la llave. Pero cualquiera que pase diría que allí no vive nadie. No verán buzón de correos, ni contadores de luz y de agua.
Los titiriteros somos gente que llegamos sigilosamente a pie o en bicicleta al atardecer o de madrugada. Una vez dentro, pasamos el rato conversando, leyendo, tocando música o escuchando la radio a la luz de las linternas o de las velas. Las horas centrales del día se nos van ensayando nuevos espectáculos en la azotea o el patio interior. A veces dejo vacía esta casa y me paso semanas o más de un mes fuera de aquí. Dejo el destino de mi hogar a la buena voluntad de otros titiriteros que se quedan de prestado algún tiempo. Por otra parte, ningún ladrón ha querido perpetrar un robo, aunque poco encontraría. Hace una semana actuamos en la Feria de Berlín y ahora nos hemos venido al Festival de Circo sevillano: La Circada. Nuestra tribu se despliega por esta o aquella plaza al aire libre, haciendo acrobacias y malabarismos con nuestras manos y pies; jugando con bolos, mazas y pelotas; arrojando fuego por la boca o construyendo pompas de jabón, que los inocentes niños aún se apresuran a intentar atrapar. A mi tribu urbana la miran algunos vecinos con cierto desprecio, de hecho nos han puesto el despectivo mote de “perro flautas”. Se nos reconoce al pasear por la calle Alfarería por una indumentaria juvenil, tachada oficialmente como estrafalaria: pelos con complicadas trenzas a lo rastra; amplias camisetas sin mangas abiertas hasta la cintura; pantalones de rayas muy anchos – a la otomana-; gorros originales como chisteras, boinas de lana o pañuelos piratas; babuchas morunas o sandalias de pescador…
Pero, al fin y al cabo, se nos deja vivir en paz y tener la libertad de los pájaros; más o menos como nuestros antepasados más remotos, los juglares medievales. Aunque yo confieso que me siento una hippie moderna que, como dice la canción de Juan Manuel Serrat, vivo como me gusta y al margen del sistema: “Voy de pueblo en pueblo, siempre risueña, siempre con mis sueños y mi miseria”.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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