Con la actualidad informativa copada por los asuntos de las
tarjetas opacas y el ébola, ningún medio se ha hecho eco alguno de la noticia.
Pero aquí, en la aldea, los pocos que no nos pasamos el día, amén de alienados,
aterrorizados frente al televisor por miedo a la propagación del contagio por
pagos aledaños, hemos tenido la oportunidad de conocerla en riguroso directo y
de primera mano.
La cuestión es que un grupo de arqueólogos jordanos lleva
varios años tratando de hallar en secreto la localización de la cueva de Alí
Baba por nuestras tierras, esgrimiendo como aval para fundamentar tal
posibilidad, los casi ocho años de dominación musulmana en la península.
Ayer tarde, ante la expectación de los pocos curiosos que
los veníamos espiando de manera descarada a diario desde su llegada, creyeron
haberla encontrado. Junto al venero que mana de las rocas en la ladera que
linda con el huerto de la tía Cloti. Nunca había experimentado momentos tan
emocionantes a lo largo de mi dilatada existencia. A la voz de ¡ábrete, Sésamo!,
las rocas se apartaron como por arte de magia, dando paso a una inmensa caverna
abarrotada de cofres antiguos. Todos vacíos. Por las huellas, que se adivinaban
recientes, y el desorden imperante, resultaba evidente que alguien se había
adelantado de manera apresurada a la llegada de los científicos.
No obstante, tras la expectación inicial, el presumiblemente
prodigioso hallazgo quedó en nada. Según nos explicó el director de las
pesquisas, no había posibilidad alguna de que aquella inmensa cueva fuese el origen
de la fortuna de Alí Babá; allí cabían, sin duda alguna, miles de veces
cuarenta ladrones.
Ha sido una lástima. De haber sido la cueva auténtica, podría
haber supuesto un atractivo turístico de primer orden, y una oportunidad única
para sacar del paro a un buen número de lugareños.