domingo, 19 de marzo de 2017

Las mil y una noches


Desde mi más tierna infancia he sido un apasionado de morderme las uñas de los pies. Pero con la progresiva pérdida de flexibilidad acaecida como consecuencia del inexorable paso del tiempo, durante muchos años he tenido que conformarme con morder las de la portera. Una mujer compasiva. Sin duda. No como esas prostitutas vulgares y sin corazón que siempre que se las planteaba, se burlaban con inusitado encono de mis tan inofensivas como inocentes apetencias. Adela, así se llamaba. Creo que en el fondo me quería tanto como a mi manera yo nunca habría podido dejar de amarla. No sé cómo demonios pudo suceder, jamás fue mi intención, pero hace unos meses, una noche de tormenta y nubes espesas y pesadas como el plomo ocultando la luna llena, me pasé. La hallaron completamente desangrada, con los pies amputados casi a la altura de los tobillos. Desde entonces no he vuelto a pillar cacho; y este maldito mono me está matando. Pero no hay mal que cien años dure. Ya queda poco, apenas un minuto, para que me saque a mordiscos esta insufrible y pegajosa camisa de fuerzas. El resto será fácil. Seguro que el celador, a estas horas, duerme como los puñeteros angelitos. Será como regresar a un tibio y luminoso vergel después de mil y una noches de desierto. Adela, mi queridísima Adela, cómo te echo de menos.

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