La muerte de Khashoggi
—que era un "hombre de Washington"
dedicado a apoyar
"periodísticamente"
los ataques de Estados
Unidos y sus socios
árabes y europeos
contra Irak, Libia, Siria...—,
qué duda cabe, ha sido
un cruel asesinato
de Estado perpetrado
con premeditación,
inusitada saña
y alevosía. Un crimen
execrable, un espanto
que nunca deberíamos
dejar de condenar.
Ni un solo ser humano,
da igual su catadura
moral, ni uno merece
ser torturado y menos
todavía la muerte.
Dicho lo cual debiéremos
ampliar nuestro campo
de visión al objeto
de evitar que su muerte
termine siendo el árbol
—otro más ya de tantos—
que, con la inestimable
ayuda de los medios
de manipulación
masiva interesada,
nos pongan por delante
los dueños de este teatro
de mala muerte, a fin
de impedir que veamos
las llamas del incendio
pavoroso que asola
el bosque de los "nadies"
que hoy mueren masacrados
y gimen de dolor
y miseria en el Yemen
—y en otros tantos sitios
olvidados de todos.
Porque ese fuego, ahora
tan lejano, quién sabe
si no habrá de prender
de manera imparable
y en breve la maleza
que rodea nuestros pueblos
y ciudades. Y entonces,
sin duda, alguien vendrá
a plantar ese mismo
árbol entre el incendio
y la mirada fija,
miope, con orejeras
de este tan indolente
como suicida mundo.
(Eso si es que no estamos,
sin querer asumirlo,
ya ardiendo hasta las heces.)
NOTA: De qué cojones se reirán estos dos.
sin querer asumirlo,
ya ardiendo hasta las heces.)
NOTA: De qué cojones se reirán estos dos.
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