QUIZÁ no haya mejor modo de repetir la Historia –sus malas historias- que, ya sea con buenas o malas intenciones, proceder a borrarla o modificarla al antojo de los que ostentan el poder. A(du)lterar los testimonios del pasado puede tener como uno de sus más destacados y perversos efectos, el de perpetuar los mecanismos sociales por los cuales una parte los protagonistas y figurantes de una sociedad dada, permanece con el cuello bajo la gruesa y pesada bota de la intolerancia y la dominación de la otra, de las otras, de las que en cada una de las facetas de la vida, de un modo u otro, perpetran la injusticia que supone toda desigualdad.
Pudiera ser que, para comprender esto –no sé si nuestras autoridades educativas y culturales habrán pensado en alguna ocasión en ello-, un buen instrumento fuese la lectura obligada por parte de los alumnos de enseñanzas medias de la novela tal vez más conocida de Orwell, “1984”. Y que “nuestros” políticos fuesen capaces de meterse de cuando en cuando en el pellejo de Winston Smith, su personaje principal, para sentir como propios sus esfuerzos, infructuosos a la postre, por escapar de un sistema donde el libre pensamiento y su diversidad supone el más perseguido de los delitos. Pero puede que “nuestros” políticos hayan ya perdido para siempre el elevado don de la empatía.
“1984”, novela de ficción distópica, o de política-ficción ya hecha realidad, en la que George Orwell, con una pavorosa clarividencia e inigualable maestría, nos muestra cómo, a través del Ministerio de la Verdad –dedicado, paradójicamente, a difundir la falacia y a la a(du)lteración de los hechos sucedidos en el pasado-, la clase dominante, el Partido Único, mantiene sus privilegios y una dominación abusiva y asfixiante sobre un pueblo amordazado y narcotizado por el miedo y un pensamiento único que, en la realidad, se evidencia exclusivamente como no pensamiento. Una sociedad la de “1984”, en la que, a través del control y empobrecimiento del lenguaje –la “neolengua-, los que ostentan el poder han construido un sistema educativo totalitario con el que, junto a una vigilancia permanente –la “policía del pensamiento” y ese gran ojo que todo lo ve- de hasta los aspectos más íntimos de la vida de los ciudadanos, mantienen un control abusivo y absoluto sobre un pueblo degradado a la condición de mero títere siempre a merced de sus dictados.
Para cambiar la Historia, entendida en este caso como porvenir, es por tanto imprescindible no dejar de tener nunca presente la Historia entendida como pasado. Es preciso tener presente que desde siempre han existido, y aún siguen existiendo, lobos acechando a las caperucitas de turno, especialmente cuando estas han sido rojas; que siempre han existido y siguen existiendo cenicientas condenadas al ostracismo de una exclusiva vida doméstica; que los tres cerditos tal vez no fuesen más que lobos bajo una piel de cordero; y que quizá nosotros, el pueblo, no seamos más que inofensivas ratas atrapadas por los cantos de sirena del flautista de Hamelín. Que se pueden escribir “Cuentos infantiles políticamente correctos”, como ya hiciera de manera tan irónicamente magistral James Finn Garner, pero sin tratar con ellos de sustituir a esos otros cuentos que forman parte de la Historia como reflejo de la sociedad en la que vieron la luz; una historia que es necesario rememorar para no caer de nuevo en los mismos errores. Que para ser titular del Ministerio con competencias en materia de igualdad no basta con ser mujer, sino que hay que estar suficientemente preparado para no caer en lo anecdótico estéril ni en la demagogia barata que narcotiza, confunde y esteriliza. Que –al igual que los sueños- los cuentos, cuentos son: el reflejo de la vida y sus injusticias; injusticias que debemos conocer y tener siempre presentes si es que queremos construir un mundo más justo.
Pudiera ser que, para comprender esto –no sé si nuestras autoridades educativas y culturales habrán pensado en alguna ocasión en ello-, un buen instrumento fuese la lectura obligada por parte de los alumnos de enseñanzas medias de la novela tal vez más conocida de Orwell, “1984”. Y que “nuestros” políticos fuesen capaces de meterse de cuando en cuando en el pellejo de Winston Smith, su personaje principal, para sentir como propios sus esfuerzos, infructuosos a la postre, por escapar de un sistema donde el libre pensamiento y su diversidad supone el más perseguido de los delitos. Pero puede que “nuestros” políticos hayan ya perdido para siempre el elevado don de la empatía.
“1984”, novela de ficción distópica, o de política-ficción ya hecha realidad, en la que George Orwell, con una pavorosa clarividencia e inigualable maestría, nos muestra cómo, a través del Ministerio de la Verdad –dedicado, paradójicamente, a difundir la falacia y a la a(du)lteración de los hechos sucedidos en el pasado-, la clase dominante, el Partido Único, mantiene sus privilegios y una dominación abusiva y asfixiante sobre un pueblo amordazado y narcotizado por el miedo y un pensamiento único que, en la realidad, se evidencia exclusivamente como no pensamiento. Una sociedad la de “1984”, en la que, a través del control y empobrecimiento del lenguaje –la “neolengua-, los que ostentan el poder han construido un sistema educativo totalitario con el que, junto a una vigilancia permanente –la “policía del pensamiento” y ese gran ojo que todo lo ve- de hasta los aspectos más íntimos de la vida de los ciudadanos, mantienen un control abusivo y absoluto sobre un pueblo degradado a la condición de mero títere siempre a merced de sus dictados.
Para cambiar la Historia, entendida en este caso como porvenir, es por tanto imprescindible no dejar de tener nunca presente la Historia entendida como pasado. Es preciso tener presente que desde siempre han existido, y aún siguen existiendo, lobos acechando a las caperucitas de turno, especialmente cuando estas han sido rojas; que siempre han existido y siguen existiendo cenicientas condenadas al ostracismo de una exclusiva vida doméstica; que los tres cerditos tal vez no fuesen más que lobos bajo una piel de cordero; y que quizá nosotros, el pueblo, no seamos más que inofensivas ratas atrapadas por los cantos de sirena del flautista de Hamelín. Que se pueden escribir “Cuentos infantiles políticamente correctos”, como ya hiciera de manera tan irónicamente magistral James Finn Garner, pero sin tratar con ellos de sustituir a esos otros cuentos que forman parte de la Historia como reflejo de la sociedad en la que vieron la luz; una historia que es necesario rememorar para no caer de nuevo en los mismos errores. Que para ser titular del Ministerio con competencias en materia de igualdad no basta con ser mujer, sino que hay que estar suficientemente preparado para no caer en lo anecdótico estéril ni en la demagogia barata que narcotiza, confunde y esteriliza. Que –al igual que los sueños- los cuentos, cuentos son: el reflejo de la vida y sus injusticias; injusticias que debemos conocer y tener siempre presentes si es que queremos construir un mundo más justo.
1 comentario:
chapeau¡¡¡¡
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