No me resisto a contar algo que probablemente para quien no lo ha vivido debe parecer una chorrada banal, pero que a mí me parece ahora la historia más excitante del viajecito que nos hicimos la semana pasada a Cracovia, Polonia.
Volvíamos mi dueña y yo de patear el barrio judio y, todavía dentro de él, nos dio la hora de comer, hora que puede ser cualquiera en aquel sitio.
Aquí mismo, dijimos, y entramos en un boliche de los tantos. Decorado como la salita de la abuela, apenas me he sentado en la primera mesita que encuentro libre cuando me dice Mercedes que, no te vuelvas, sé discreto, pero no te pierdas lo que tienes detrás.
Traté de ser discreto y me volví. Y allí encuentro, sentada en una mesa, sola delante de su pastis salvo por la canijez del caniche que sujeta con una correa a sus pies, a la vieja dama de Durrematt.
Leía una revista a través de uno sólo de los cristales de sus gafas que sujeta en la huesuda mano como quien sujeta un monóculo. Su atavío el que podéis ver en la foto, blusa transparente de encaje negro directamente sobre el esqueleto, pantalón bombacho de seda verde, un hatajo de cintas al cuello en una batalla perdida por escamotear pellejos, anillos y un maquillaje de teatro chino cercano al pintorreo. No del circo aquél de los sesenta, no; de máscara de teatro chino clásico.
“Ni se te ocurra” me advierte Mercedes leyéndome el pensamiento y queriendo echar mano a la cámara. Ciertamente, sopesadas las posibilidades, resultaba imposible fotografiar aquella cosa sin dar el cantazo, sentada como estaba a mi espalda y bajo un espejo que redondeaba la puesta en escena. Para más INRI y esperpéntico contraste en la mesa contigua a la suya un grupo de alemanes gordos y zafios. Gorros de playa, pantalón corto, deportivas…
Se levanta Mercedes al servicio y pensando deprisa deprisa, me decido luego de trazar un plan de urgencia. Me levanto, me acerco a la dama y le pregunto si habla inglés. Me mira y se toma un rato eterno antes de responder escuetamente “Française”. Saco entonces el Bachillerato del fondo de la sesada y con mucha prosapia vengo a decirle que desde que entré por la puerta me había llamado la atención su elegancia, su clase. Y que, bueno, ejem, bueno, que si me permitiría hacerle un foto.
Vuelve a callar eternamente. Vuelve a mirar distante. Por un momento estoy seguro de que me va a mandar a la mierda en polaco. Finalmente dice “Cliquez!” Y se transforma. Levanta la cabeza, o la ladea, toda elegancia., toda ella dignidad. Nervioso y consciente de que a esas alturas todo el restaurante está mirando, disparo una única vez, maldita sea.
Maldita sea porque el gordo alemán ni sale (que habría sido estupendo como piedra de contraste y referencia), ni deja de salir, ensuciando la escena. Saco sólo medio espejo lo que lo hace parecer una vulgar ventana, y además se ve en él a la camarera preparando postres.
Y sin embargo y con todo, creo que es una gran foto; ella es la gran foto. No cuesta demasiado fantasear qué historias, qué épocas de belleza y esplendor, que renuncias y qué sufrimientos podría contar aquella dama de un sitio como aquél y en una ciudad con la terrible historia de ésta.
Le digo gracias con una reverencia y ella me ofrece el dorso de su mano, que beso, faltaría más, antes de volver a mi mesa justo cuando llegaba Mercedes que me grita sin abrir la boca, sólo con los ojos. Yo alcanzo a ver la sonrisa de los demás parroquianos, jodidos sin duda porque todo el mundo querría haber hecho esa foto.
Como, en lo que debería ser una atención a su pintoresca clienta, el restaurante sirve la comida sin poner mantel, directamente sobre el paño de labor de ganchillo que hay bajo el florero, y yo había pedido de primero una sopa de remolacha, acabo dejándoles de recuerdo el dichoso pañito como una compresa usada o la taleguilla de un novillero tremendista.
Pero yo tenía mi foto.
Fotografía y texto: Agustín Casado