Suena el timbre y abro la puerta a mi vecina Rosario -78 años-: Su hija única se ha marchado unos días a la playa y me pide que la acompañe a hacer unas gestiones bancarias.
Saca unos cientos de euros en la sucursal más próxima, tras lo que la cajera concluye: ¡Ahora, señora, actualice su cartilla de ahorro en la máquina del cajero automático¡. Rosario me mira compasiva pidiéndome mudamente que la ayude. La boca del Cajero se traga rápida y fácilmente su cartilla, mientras los ojos de Rosario centellean de miedo y pánico. ¡Por los clavos de Cristo, adiós a mi cartilla, no le quedará ni un pedazo de papel¡ Pasa un minuto de concierto electrónico de teclado minimalista de impresora. La cartilla aflora a la superficie, intacta y con los nuevos números deletreados. Me susurra a quemarropa: ¡Cógela rápido, no se la vuelva a tragar¡
¡Un último favor, acompáñame a la habitación del moderno hotel ABBA, donde residiré estos días por invitación de mi hija¡ La recepcionista apunta sus datos y expresa monocorde: ¡Habitación 33, tercera planta¡ Deposita una tarjeta electrónica en la mano de Rosario, que me mira despavorida: ¿Esto qué es?, yo quiero la llave. Tras las oportunas explicaciones subimos al ascensor. Sus células fotoeléctricas, habiéndonos detectado, encienden su luz al abrirse las puertas, aunque no tiene botones de pisos. Le ordeno vocalmente al audífono: ¡Tercera planta¡ El ascensor me obedece sumiso, mientras Rosario exclama: ¡Esto o es cosa del demonio o parece magia¡ Tres intentos hacen falta para que la tarjeta encienda el piloto verde de acceso situado a la derecha de la puerta de la habitación. Al entrar introduzco la tarjeta en la ranura de la iluminación y climatización. Se encienden todas las luces. Rosario me pregunta incrédula: ¡Pero dónde se esconde la llave y la electricidad en esta tarjeta, no hay quién se entere de nada¡
(¢) Carlos Parejo Delgado