Tres días de temperaturas suaves han bastado para que aparezcan los primeros brotes de la flor de azahar en los naranjos. Y el vecindario de Alfarería se ha echado a la calle desde la sobremesa al ocaso; las confiterías de la calle San Jacinto tienen sus veladores al aire libre que rebosan de gente y ruido. Los grupos se congregan en una improvisada diversión pantagruélica. Consiste en atiborrarse de pastelería industrial que sacia la explosiva gula que acompaña el inicio del buen tiempo. Y sus bocas se van contaminando de sustancias pro-caries y sus arterias se llenan de colesteroles malos. Las clínicas dentales observan optimistas el espectáculo, vendrán a ellas la semana siguiente.
Este fin de semana es un triángulo festivo variopinto. Se inician los Vía crucis de la Cuaresma, terminan los Carnavales y comienzan las despedidas callejeras de las solterías. Los jóvenes disfrazados grotescamente vociferan sin cesar, pero no se atreven a profanar los umbrales de los templos, donde una guardia pretoriana de capillitas vigila sus puertas. Enchaquetados de azul y gris observan graves y serios a quiénes entran. Todos los alrededores de los templos semejan una marabunta desquiciada y febril, que se mueve incesantemente. El interior ha sido vaciado de bancos para que la “bulla” de visitantes salga y entre como una marea en días de rebajas de cualquier gran almacén de ropas. Tras el correspondiente besapiés hay una lluvia de flashes para inmortalizar a los Cristos como si fueran los personajes estelares de sus series televisivas favoritas. Luego se van a otra iglesia a procurarse una idéntica distracción estética y emotiva. Cuatro o cinco viejecitas permanecen sentadas en los bancos pegados a las paredes. Y lo hacen un largo tiempo, ya que su meditación y oración reposada y silenciosa las va sosegando de sus preocupaciones cotidianas y las prepara esperanzadas para el Cielo por venir.
(¢) Carlos Parejo Delgado.
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