Para mi tía Angelín q.e.p.d.
Llegó el día más esperado del año 1943: Jueves Santo. Las dos hermanas gemelas entramos a los palcos de Semana Santa por el andén del Ayuntamiento. Las cabezas bien altas y erguidas, mirando solemnes al frente, como si no sintiéramos el tirante peso de nuestras elegantes mantillas de encaje negro sostenidas por las peinetas de filipino carey. Nuestros cuerpos jóvenes se bamboleaban suavemente, como las olas en bajamar, a cada tambaleante, pero firme paso, que damos con nuestros zapatos acharolados sustentados por tacones altísimos de fina aguja.
Los trajes negros ajustados adornan sus pecheras con los collares de perlas de las bisabuelas y terminan en decentes faldas, por supuesto, por debajo de la rodilla. Nuestras manos están ocupadas por los guantes blancos, el preceptivo rosario de marfil y el pequeñito bolso de gala- con su brillante malla calada de redecillas de metal-; pero ambas extremidades superiores han sido entrenadas para, a la vez, saludar a diestro y siniestro, como hacía la reina Victoria Eugenia.
El Marqués del Contadero –que nos ha bautizado- y el alcalde Don Mariano Pérez de Ayala –siempre tan apuesto y lindo como todo un señor- nos han visto y, quitándose sus sombreros de fieltro, nos saludan agachando con cortesía sus bien peinadas testas. Y, al pasar a su lado, susurran:
¡Con qué donosura y garbo pasean su belleza estas “mellis”. Caray, parecen princesas y no mecanógrafas municipales!
(¢) Carlos Parejo Delgado.
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