Estos días atrás, una vez más, he vuelto a recordar aquella lejana tarde cuando H, I, J y yo, como representantes del muy reconocido colectivo X, acudimos al Ayuntamiento de T, para conocer más detalles del proyecto turístico que la alcaldía pretendía llevar a cabo en el municipio; proyecto al que, con los datos con los que contábamos hasta la fecha, no podíamos más que oponernos.
El proyecto, básicamente, consistía en la construcción de un campo de golf de 18 hoyos, y varios centenares tanto de plazas hoteleras como de segundas residencias, con la intención de atraer al cotizadísimo turismo del golf del centro y norte de Europa. Y todo ello en unas marismas con un sobresaliente valor ecológico.
Esperábamos que nos recibiera el alcalde, con el que nos unían hacía tiempo vínculos de amistad, acompañado como mucho del técnico municipal competente en el asunto. Pero nada más entrar en el salón de plenos, fuimos conscientes de que se nos había preparado una muy bien urdida encerrona. Allí nos esperaba toda una cohorte de arquitectos pijos de la capital, capitaneados por M.A., un liberal de izquierdas —valga el oxímoron— archifamoso en aquel entonces por haber llevado a la práctica faraónicos y muy costosos proyectos urbanísticos, auspiciados y financiados por los diferentes poderes políticos de turno. Era aquella una época de vacas gordas y, prácticamente, ninguna de ellas era categorizada como sagrada.
Y allí nos vimos, de sopetón, metidos en la boca del lobo. Lo cierto es que poco, por no decir nada, de lo que nos contaron con su estúpida jerga de tecnócratas, llegó, no ya a convencernos, sino a hacer que, al menos, dudásemos un instante acerca de nuestra posición inicial con respecto al proyecto. No obstante, la jornada se alargaba como la sombra de un ciprés con el ocaso, y llegó un momento en que se veía con creciente nitidez en nuestras caras, la intención de arrojar la toalla por puro agotamiento.
Fue cuando H, que era, hacía tiempo, perro viejo, lanzó aquella pregunta en apariencia inocente, al aire.
—Y, con los mosquitos como vampiros que pueblan estas marismas, ¿no pensáis que no será fácil que el complejo pueda captar el turismo que pretendéis?
—Bueno, para resolver ese problema, ya tenemos previsto importar un pájaro holandés que se alimenta de las larvas de los mosquitos —respondió, con tono de suficiencia, M.A.
Fue, con los ojos anegados de lágrimas, un empezar y no poder parar de carcajearnos a mandíbula batiente. No hubo más remedio que dar por concluida la encerrona, sin que hubiesen logrado su objetivo, ante el temor de que alguno de los presentes pudiésemos llegar a sufrir un infarto. Luego nos fuimos a tomarnos unos mostos. De los arquitectos sólo nos acompañó M.A. El resto se largó de inmediato rumbo a la capital con el rabo entre las piernas.
El proyecto fue finalmente paralizado por la administración sustantiva por no recuerdo qué tipo de problemas con el abastecimiento de agua.
Desde entonces, rara es la vez en la que me encuentro con mi amigo el entonces alcalde y no le pregunto con grandes dosis de socarronería:
—¿Y el pajarraco aquel de Holanda? ¿Ya lo estáis criando en tu pueblo?
—¡Qué mamón eres, Rafael! —responde siempre, en tanto ambos nos descojonamos de la risa.
(Los hechos aquí narrados, lejos de ser fruto de la ficción, son absolutamente ciertos. Sólo he obviado los nombres de las personas y los lugares, a fin de preservar la intimidad de los protagonistas)