Hoy ya nadie cree. Afortunadamente. Ni siquiera aquellos que, desde la majestad impostada de un púlpito, se vanaglorian a diario de poseer el ¿don? de la fe, creen. Pero todos ansiamos creer. Todos. Hasta los pocos que, sin desfallecer un solo instate, cargan a sus espaldas el peso descomunal de la confianza inquebrantable en lo empírico como si arrastrasen un madero-cadalso camino del Gólgota, ansían creer. Desesperadamente. Desventuradamente. Y de ahí nacen la postrer hipocresía, el autoengaño definitivo de la grey. Convencido de la inexistencia de dios desde hace tanto, el Hombre-rebaño-lobo-para-el-hombre, en un intento vano de buscarle un sustituto eficaz contra la soledad y el desamparo, contra la intrascendencia, dio a luz otra falacia, otro desabrido placebo, otra brutal quimera: el tiempo, ese eufemismo tras el que tratamos de ocultar, sin posibilidad alguna de éxito, el estridente y constante rumor de la putrefacción, la inexorable inercia que todo lo arrastra hacia lo estático, lo gélido, el silencio; el tiempo, esa sombra infinita confirmando el vacío.
(Inexistencias.)
1 comentario:
Te estas volviendo heraclitiano existencialista, pero es muy certero y profundo lo que dices
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