En aquel barrio de mi infancia y adolescencia, tan aislado y lejano de la ciudad de Sevilla, nos la arreglábamos para que no nos faltara de nada.
Íbamos a recolectar hojas de los eucaliptos que escoltaban al temible –por inundadizo- río Guadaira. Con ellas hacíamos vahos y aspiraciones cuando nos refriábamos en invierno.
La hierba del vecino estadio de fútbol criaba una vacada con cuya leche crecíamos sanos y fuertes, y su docena de gallinas daba los mejores huevos del mundo, los béticos.
Los familiares de Perico el farmaceútico me regalaban limones, los de la saga Tejera siempre tenían alguna lechuga y un tomate de su huerta que ofrecernos. Y mi amiga -la hija del periodista republicano- cosechaba unos exquisitos higos y dátiles en las higueras y palmeras de su jardín, que repartía en verano entre la pandilla como si fueran un maná caído del cielo.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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