Un animal diferente para cada veleta, un azulejo religioso para cada entrada y un rótulo con nombre de mujer en cada puerta. Así eran los chalets de “mi” Heliópolis. Un esbelto ciprés indicaba a todos los vecinos, entre decenas de chalecitos parecidos, donde se encontraba el médico, más que de familia de todo el barrio. Se ubicaba justo al norte de la “Plaza Chica”. Entre la mansión del doctor y la casa de mi amiga la ricachona estaba el que llamábamos “palacio mexicano”.
Allí vivía el famoso torero Carlos Arruza. La chiquillería nos congregábamos a su puerta cuando venía a recogerlo el chofer con su elegante e imponente roll-royce negro. Era todo un espectáculo verlo salir vestido de torero, poco antes de las cinco de la tarde, hacia la plaza de la Maestranza. No sólo por su buena facha y sus profundos ojos verde marinos, también por lo venerable de su partida. Se arrodillaba delante del azulejo de la morenita virgen de Guadalupe, que presidia la entrada a la vivienda, y, luego de rezar unas fervorosa y emocionada jaculatoria, salía besando repetidamente la medalla de la misma virgen, colgada al cuello, para que le diera suerte cuando entrara en escena en el coso taurino.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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