Una vivienda de la Calle Castilla. Dormía aquí la siesta Juan Belmonte, el pasmo de Triana. Lo hacía bajo la sombra de aquel frondoso limonero, entre frescos azulejos de la calle Alfarería y vislumbrando los granates geranios que colgaban de las paredes de mi patio. Antes de dar las cinco tendría que cruzar el puente hacia la corrida de toros.
Pero, cerrados los ojos, el suave arrullo de las aguas del vecino río Guadalquivir le templaba los nervios y hacía huir a aquellas pesadillas de cogidas mortales. Tenía la casa entonces una azotea que de florida parecía un jardín, una impresionante biblioteca, y aquellos altares protectores de los toreros a cuyos santos – San Judas, San Cristóbal, El Gran Poder, El Cachorro, La Esperanza,…- se encomendaba a cada instante.
No ha quedado nada. Llegó la piqueta y me derribaron por dentro. Sólo conservo la epidermis. Como la cara de una actriz boba y lerda pero que está de moda, sólo soy belleza superficial. Así me veo al día de hoy. Como casi todo el barrio. Sólo aguanto una visión pasajera y rápida, la foto desde afuera. Por dentro soy una casa estandarizada, que bien podría estar en el Aljarafe o en Manhattan.
Y es que ahora soy un loft, sin escaleras de caracol para subir por mis plantas, ni pasillos bajo soportales que rodeen el patio. Todo en mí es claridad diáfana. Y son tan anchos mis ventanales que aquí duerme su silueta cada atardecer la invasora Torre Pelli, con sus falsas estrellas, que no son sino luces que avisan a los aviones de su altura descomunal, y adornada con esa peineta de cemento que le han puesto en la cabeza, de flamenca futurista de hormigón.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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