Son cientos, quizás miles de tiendas sevillanas y tienen casi siempre nombres anglosajones. Quizás son la mejor muestra del dominio del imperio yanqui y otrora inglés sobre el resto de seres humanos de este planeta.
Las tiendas franquicia muestran dos momentos de solsticio o plenitud al cabo del año: las rebajas de enero y las de julio, cuando los clientes como civilizados hunos, arrasan con toda la mercancía.
Las sevillanas somos adictas a su moda y las visitamos muy a menudo. Veneramos sus dictados luciendo prendas oscuras cuando llega el frío acompañados de rebecas de punto gordo, plásticos polares y capuchas de peluche. Éstos dejarían atónitos a los antiguos esquimales con sus abrigos de pieles. Y, con la venida de los días calurosos, gracias a estas tiendas nos metamorfoseamos en marineritas de agua dulce con nuestros conjuntos a rayas azules y blancas, elegantes ibizencas de vestidos blancos y vaporosos, o amazonas grunges de pantalones rotos y camisetas rajadas desde los sobacos a las cinturas, que dejan entrever un colorista sujetador.
Las más fervientes adoradoras vamos a estos templos de consumo dos veces por semana. Es cuando cambian todos los géneros y llegan las novedades. Además, cuando te acontece cualquier contrariedad y desgracia ya casi no te llegas al cristo o la virgen predilecta a interceder a lo divino, sino que te vas a estas tiendas franquicias, te pruebas media docena de prendas, te compras alguna para devolver mañana, y sales de allí tan ancha y campante, curada de males y espantos.
Por si fuera poco, con estas tiendas la moda se ha vuelto cada vez más barata e igualitaria. Y si no, observa el aburrimiento de las dependientas de las tiendas que antes te envisceraban con prendas que valían un huevo o un riñón, de esas boutiques –tan pretenciosas ellas- cuyas ropas te distinguían personalmente, e incluso de aquellas tiendas de barrio que te ofrecían ropa buena, bonita y barata, para pasar desapercibida. Todas estas antiguas tiendas duermen como osos en un profundo letargo invernal, mientras les llega su decadencia y cierre final. Y, mientras tanto, las empleadas de las tiendas franquicia del centro histórico no paran de doblar a destajo esa montaña de prendas puestas por cualquier lado por sus clientas, y devueltas una y otra vez al orden de sus expositores.
(¢) Carlos Parejo Delgado