¿Se acuerdan, a estas alturas
–o harturas-, ya ustedes, sufridos ciudadanos acuciados por los
continuos recortes y el hurto de derechos a los que se están viendo
sometidos, del ínclito Miguel Ángel Fernández Ordóñez?
Sí, aquel que, cuando comenzó
esto que eufemísticamente se denomina en ámbitos políticos, económicos
e informativos como crisis cuando no es más que una gran estafa en el
ámbito global promovida por las mafias financieras internacionales,
aparecía en los medios de comunicación un día sí y al siguiente también
ejerciendo como una especie de portavoz de esas mismas mafias y sus
intereses, en lugar de dedicarse a desempeñar la labor para la que
había sido nombrado, es decir, la de Gobernador del Banco de España.
Porque a lo que, entre otros
muchos asuntos, se debería haber dedicado este individuo en cuerpo y
alma –y, dada la delicada situación por la que atraviesa en la
actualidad el sistema bancario español, parece ser que no se dedicó con
el empeño que hubiese debido-, es a la supervisión de la solvencia,
actuación y cumplimiento de la normativa específica de las entidades de
crédito y de cualesquiera otras entidades y mercados financieros, tal y
como se dispone en el artículo 7.6 de la Ley 13/1994, de 1 de junio, de
Autonomía del Banco de España.
Y es que, conocido el escándalo
relativo a la desastrosa gestión de BANKIA y otras entidades
crediticias –esas que hoy se denominan “bancos malos”-, sólo se puede
pensar que este sujeto no hizo bien o tan siquiera hizo su trabajo.
Porque, claro, no se puede estar en misa y repicando; no se puede ser
portavoz oficioso de los intereses de aquellos a los que legalmente
estás obligado a controlar. Y, de la noche a la mañana, cuando
comienzan a salir a la luz los agujeros de ese entramado
mafioso-usurero-especulativo, ¡zas!, el locuaz MAFO –como era también
conocido-, se disuelve como niebla matutina, y no nos ofrece en los
medios de comunicación, a los que era tan asiduo, ninguna explicación
acerca del asunto que nos concierne y por cuyo buen funcionamiento
debiera haber velado.
Lo dicho: ¿quién sabe dónde?