Año 2098. Cualquier gran ciudad. La mañana del domingo amanece tranquila. El toque de queda, impuesto años atrás, impide que cualquier joven entre 12 y 29 años esté en la calle entre las doce de la noche y las diez de la mañana durante los fines de semana. Los grupos urbanos asilvestrados dedicados al vandalismo se habían vuelto imposibles de controlar.
Abre la puerta de su doceavo piso y pulsa un botón. A su planta acude el coche eléctrico aparcado en vertical en lo que antes fue escalera de incendios. Se monta y sale a pasear por la ciudad. Al mediodía hay una silenciosa confrontación, por transitar en las calzadas de las calles más animadas, entre viandantes, bicicletas y coches eléctricos. Sólo quedan exentos aquellos ciudadanos que, por problemas de movilidad, usan las protegidas cintas rodantes que cubren las antiguas aceras o se suben a los tranvías aéreos.
Todo el mundo mira, más o menos cada minuto, el GPS que le procura orientación, incorporado al aparato que llevan en su muñeca. El que les sirve también de cajero automático, reloj, ordenador audiovisual y teléfono móvil. Él lo hace también para constatar que su vehículo se está quedando sin batería. Y lo cambia por otro en un punto de recarga o antigua gasolinera, con el que llega a su destino.
Se sienta en la terraza de un céntrico restaurante a contemplar la escena urbana. Un robot le trae la consumición. A su alrededor hay un silencio casi sepulcral. Casi todos los parroquianos escuchan melodías musicales o noticias de actualidad y deportivas a través los cascos colocados en sus oídos, o se distraen observando las pantallas televisivas que ocupan la frontera aérea de la terraza.
Abre la puerta de su doceavo piso y pulsa un botón. A su planta acude el coche eléctrico aparcado en vertical en lo que antes fue escalera de incendios. Se monta y sale a pasear por la ciudad. Al mediodía hay una silenciosa confrontación, por transitar en las calzadas de las calles más animadas, entre viandantes, bicicletas y coches eléctricos. Sólo quedan exentos aquellos ciudadanos que, por problemas de movilidad, usan las protegidas cintas rodantes que cubren las antiguas aceras o se suben a los tranvías aéreos.
Todo el mundo mira, más o menos cada minuto, el GPS que le procura orientación, incorporado al aparato que llevan en su muñeca. El que les sirve también de cajero automático, reloj, ordenador audiovisual y teléfono móvil. Él lo hace también para constatar que su vehículo se está quedando sin batería. Y lo cambia por otro en un punto de recarga o antigua gasolinera, con el que llega a su destino.
Se sienta en la terraza de un céntrico restaurante a contemplar la escena urbana. Un robot le trae la consumición. A su alrededor hay un silencio casi sepulcral. Casi todos los parroquianos escuchan melodías musicales o noticias de actualidad y deportivas a través los cascos colocados en sus oídos, o se distraen observando las pantallas televisivas que ocupan la frontera aérea de la terraza.
© Carlos Parejo Delgado
2 comentarios:
Muy bueno !
Me hizo recordar el libro de Rosa Montero "Lágrimas en la lluvia" una sociedad con replicantes, había que insertar una tarjeta en la casa para poder tener acceso al agua....casi inexistente ya y claro, la tarjeta era de los privilegiados que podían tener acceso a ese bien que ya no era común.
¡Qué horror....todo bajo contro pero es la paz de los cementerios ! ¡Esperemos que seamos capaces de soñar otro futuro!
Milena estás muy orientada. Acabo de leer ese libro que me ha servido, en parte, de inspiración. Eres muy sagaz.
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