Los habitantes de aquella pequeña isla del Océano Atlántico tuvieron que esperar a que se cruzara el umbral del siglo XXI para lograr pacíficamente la independencia política de una de las últimas potencias coloniales del mundo.
Sus élites ilustradas celebraron festivamente la inauguración del Parlamento y la elección del primer Gobierno local. Consideraban un milagro que una isla tan pequeña y de costa acantilada, que se podía recorrer a pie en una jornada, y en la que cabían menos de cien mil almas repartidas en las tres urbes que ocupaban las únicas calas de playas arenosas, pudiera ser libre.
Eso sí, previamente los poderes financieros del país colonial habían construido un aeropuerto y tres grandes hoteles privados en las calas, que llenaban con sus turistas todo el año. Y las tierras llanas del interior, habían sido adquiridas por una de sus empresas multinacionales. El clima era tan suave que sus cereales resultaban ideales para fabricar las hamburguesas que vendía su cadena de restaurantes por todo el orbe. Resuelta la inevitable dependencia económica de los isleños, qué baño de fama se dieron los líderes políticos del antaño llamado país imperialista. Al otorgarles la ansiada y ficticia independencia, hasta fueron aplaudidos en la ONU.
Además, las sucursales bancarias del antiguo país colonialista gestionaban todos los ahorros de los nativos, una de sus universidades privadas controlaba la formación de los cuadros superiores de aquella diminuta sociedad, y sus cadenas de radio y televisión inyectaban diariamente la cultura popular de los antes odiados invasores, que se tomaba como ejemplo de modernidad y progreso.
Poco a poco los isleños advirtieron de que iban perdiendo sus costumbres y lengua propias. Pero la intoxicación creada por su antigua potencia colonial era tan masiva e irreversible que poco quedaba por hacer.
Sus élites ilustradas celebraron festivamente la inauguración del Parlamento y la elección del primer Gobierno local. Consideraban un milagro que una isla tan pequeña y de costa acantilada, que se podía recorrer a pie en una jornada, y en la que cabían menos de cien mil almas repartidas en las tres urbes que ocupaban las únicas calas de playas arenosas, pudiera ser libre.
Eso sí, previamente los poderes financieros del país colonial habían construido un aeropuerto y tres grandes hoteles privados en las calas, que llenaban con sus turistas todo el año. Y las tierras llanas del interior, habían sido adquiridas por una de sus empresas multinacionales. El clima era tan suave que sus cereales resultaban ideales para fabricar las hamburguesas que vendía su cadena de restaurantes por todo el orbe. Resuelta la inevitable dependencia económica de los isleños, qué baño de fama se dieron los líderes políticos del antaño llamado país imperialista. Al otorgarles la ansiada y ficticia independencia, hasta fueron aplaudidos en la ONU.
Además, las sucursales bancarias del antiguo país colonialista gestionaban todos los ahorros de los nativos, una de sus universidades privadas controlaba la formación de los cuadros superiores de aquella diminuta sociedad, y sus cadenas de radio y televisión inyectaban diariamente la cultura popular de los antes odiados invasores, que se tomaba como ejemplo de modernidad y progreso.
Poco a poco los isleños advirtieron de que iban perdiendo sus costumbres y lengua propias. Pero la intoxicación creada por su antigua potencia colonial era tan masiva e irreversible que poco quedaba por hacer.
© Carlos Parejo Delgado
1 comentario:
Es cierto, ¡ Cuántos lugares han "sustituido" una dependencia por otra !
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