La Historia no acostumbra a mostrarse justa ni a expresar el mínimo atisbo de clemencia para con los vencidos. Cuando la mujer de Lot se volvió hacia Sodoma, no sólo se transmudó en estatua de sal, sino que, además, dejó en manos de la Historia su condición de derrotada y, por consiguiente, todo un despiadado cúmulo de interpretaciones acerca de su gesto.
Sin duda las más inhumanas y brutales se inscriben en el contexto de la tradición judeo-cristiana y su férreo y aberrante concepto del pecado, el cual sólo excepcionalmente deja de ser sancionado de acuerdo con los criterios inmisericordes de la Ley del Talión. Así, de esta mujer, que para las Sagradas Escrituras no mereció tan siquiera el atributo de una identidad propia –fue identificada simplemente como “la mujer de”-, se ha dicho, dentro del contexto citado, que al volverse hacia el fuego y el azufre, lo estaba haciendo hacia el pecado, que lo hacía en la añoranza de la riqueza perdida y que, por todo ello, junto con su desobediencia hacia el mandato de Jehová, recibió su justo y merecido castigo.
No faltan, incluso, quiénes interpretan, ya en ese contexto, ya no tan imbuidos o completamente despojados de la rémora moralista judeo-cristiana, que la conducta de aquella mujer sin nombre supone un afán conservador, un deseo de anclarse en lo establecido que reniega del progreso. Y es que el gesto de esta mujer sin nombre da para mucho, incluso para mucho más que las meras interpretaciones moralistas de siempre o las más recientes inspiradas de manera abusiva en concepciones de carácter positivista.
Un inciso para nada baladí. ¿Cuál fue realmente el "pecado" de Sodoma?, ¿fue realmente la sodomía o ésta no es más que un pretexto tras el que se ocultan la verdaderas razones del duro castigo impuesto por Jehová, a modo de señor feudal, a sus vasallos? En una época en la que el valor más preciado para los señores de cualquier tribu era disponer de una prole amplía, la sodomía, sin duda, constituía una conducta que desafiaba, en lo más profundo de sus raíces, la escala de valores vigente; sin una prole amplía no era posible satisfacer los afanes de conquista e, igualmente, resultaba harto improbable incrementar los recursos que, miserablemente, eran detraídos por los “señores” o dirigentes de las tribus, a partir del trabajo de sus súbditos tributarios.
“Creced y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28.) ordenó Jehová a “nuestros primeros padres”, recién éstos creados. “Creced y multiplicaos”, mandato –o gracia divina- repetido hasta la saciedad posteriormente en el libro del Génesis. Mandato que, desobedecido por Onán –
“Y sabiendo Onán que la descendencia no había de ser suya, sucedía que cuando se llegaba a la mujer de su hermano, vertía en tierra, por no dar descendencia a su hermano” (Génesis, 38:8.)- recibió, por parte de Jehová, el castigo de la muerte. Que duda cabe, pues, que la “esterilidad” era en la época un pecado que merecía la más dura de las sanciones.
Es en la mirada de los poetas donde el gesto de la mujer de Lot, sin terminar de desprenderse de la sal que le invadió el alma, comienza a tomar una dimensión menos amarga. Así, ese mirar hacia Sodoma se transforma en metáfora lírica que expresa ya no un pecado, sino la nostalgia y el dolor por lo perdido. No obstante, no deja de ser ésta una visión hacia el derrotado y sus lamentos, hacia aquellos que, como el Rey Chico de Granada, se vuelven hacia la ciudad del Darro con lágrimas en los ojos por no haber sabido conservar lo que tanto querían.
Y en esto llega Ajmátova para reivindicar otro modo de contemplar la imagen de la mujer sin nombre, para dar una nueva interpretación al espantoso, ominoso, despiadado e injusto pasaje bíblico del que es protagonista. La visión de alguien que, como la mujer de Lot, sufrió en sus carnes el dolor inenarrable que le produjeron el desarraigo y el destierro, así como el ajusticiamiento de los suyos. Porque Jehová, que condena a morir calcinados bajo una inclemente lluvia de fuego y azufre a los que, según “su” particular, sesgado e interesado criterio, habían terminado por abrazarse a una vida disoluta y de pecado, “salva” a los justos de Sodoma, “premiándolos” con la cruz del desarraigo y el destierro… ¡Cuánta injusticia!, ¡qué atroz inmisericordia!
Así, en la voz de Ajmátova, el gesto, tan secularmente vilipendiado, se convierte en gesta; la gesta de quién, frente a la injusticia del destierro, y sin dejar de conocer las consecuencias que su acción le traerían de manera inmediata, ejerce su deber y su derecho –sin que ello suponga que al mismo tiempo se pueda estar desprendiendo del ineludible y doloroso sentimiento de nostalgia que la embarga por su pérdida- a un último acto de rebeldía, la rebeldía de un desterrado ya para siempre sin tierra. El castigo ya es sabido. Aunque, quizá, no se haya reparado nunca suficientemente en lo congruente y paradójico que, a la vez, resulta con respecto al “pecado” que castiga. Porque el pecado de Sodoma, hacia el que la mujer sin nombre vuelve la mirada, no es otro que la desobediencia o el no disponerse con la suficiente diligencia al mandato “divino” de la procreación, a ese “creced y multiplicaos” que juega el rol de
leitmotiv en las Sagradas Escrituras –así como en el devenir histórico-, ya desde sus primeros versículos. “
Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal” (Génesis 19:26). Una mirada hacia el “pecado”, que le supone, sin posibilidad de defensa ni de juicio previo ni aun sumarísimo, el mudarse en estatua de sal. Estatua de sal… ¿puede imaginarse algo más estéril, algo tan efímero, algo tan expuesto a la evanescencia a poco que sea golpeado por los dedos inconscientes del aguacero imparable de los siglos?
Pero esa estatua yerma, pese a todo, pese a esa esterilidad e inexistencia perpetuas a las que han pretendido condenarla tanto la Historia como la tradición judeo-cristiana, ha logrado mantener su solidez frente a la llovizna del tiempo para, tras instalarse en el corazón de Ajmátova, tomar un nuevo significado, una nueva dimensión, la fructífera dimensión reservada a los que se rebelan frente a la injusticia del desarraigo y el destierro con la única esperanza de que lo perdido permanezca, al menos durante el mayor tiempo posible, en la memoria tanto de vencedores como de vencidos.
Aun yermo y sin identidad ya probablemente por siempre, mi corazón de sal, como el de Ajmátova, tampoco olvida a la mujer sin nombre.
En la ilustración, un lienzo fechado aproximadamente
hacia 1530 y de autor desconocido, se representa a
Lot junto a sus dos hijas, con Sodoma al fondo bajo
la lluvia "divina" de azufre y de fuego.