No cabía duda; se había pasado siete pueblos con los huesos de santo. Para matar el tiempo, que le sobraba hasta el empacho como consecuencia del insomnio, la soledad y la acidez de estómago, decidió escribir un cuento breve. Su primera intención fue dar a luz un texto amable de pastores promiscuos gozando del amor bajo las cálidas estrellas de mayo. Pero, desde su más tierna infancia, la lluvia nunca había dejado de agriarle las entrañas. Y su imaginación voló, como un gorrioncillo desahuciado, entre el granizo y los rayos y los truenos de aquella descomunal tormenta de tintes poco menos que bíblicos. Sólo la tibia luz y el calor mortecino del flexo que regaba las aterradoras palabras que, como hielo y malas hierbas, le brotaban de las yemas de los dedos, impedía a duras penas que se lo llevasen todos los demonios de cabeza al más pavoroso de entre todos los infiernos. De súbito, un trueno, que pareciera arrancado del mismísimo martillo de Thor, hizo temblar los cimientos de la Creación. Y aconteció lo peor: se fue la luz.
La flor del tabaco
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*(Pues si mata… que mate)*
*A Manolo Rubiales –echando humo.*
*Ayer noche, al quedarme sin tabaco*
*–Estaban los estancos y colmados,*
*Los quioscos...
1 comentario:
Parece una de las pesadillas de los cuentos de Navidad de Charles Dickens. Por cierto, muchos recuerdos de mi sobrina Carmen, que está encantada de compartir Facebook contigo.
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