Fui educada con esmero por las mejores institutrices: Genealogía y ciencia heráldica. Lenguas extranjeras. Retórica y Oratoria. Expresión y mímica. Protocolo y modales. Pero a los 17 años mi padre -un astuto embajador- me casó por conveniencia con un adinerado conde. Le fui infiel y me expulsó del hogar. Antes, un verdugo grabó en rojo –a hierro candente- una flor de lis en mi hombro izquierdo. Quedé resentida de por vida con los hombres que sí podían permitirse amores efímeros y cambiantes, en la que fue llamada época de la galantería. Su Eminencia el Cardenal Richelieu supo valorar mejor mis cualidades. Me hizo capitana de sus espías. Era la reina de ese tablero de ajedrez, lleno de alianzas e intrigas entre las familias nobles, llamado Europa. Mi cabellera rubia y mis ojos de un azul intenso se consideraban los mejores de Franca. Y cuidaba la suavidad y palidez de mi cutis al extremo. Siempre con anchos sombreros y velos en el ardiente verano. Todos los emisarios y embajadores de las Cortes europeas venían a visitarme a mi mansión. Muchos lo hacían a partir de las once de la noche, cuando los criados dormían y las luces de las bujías creaban un ambiente de penumbra. Llegada la conversación al punto álgido de animación y distracción, me entregaba a los brazos exploratorios de mis amantes. Ellos, en el frenesí de la pasión y el placer, me contaban a cambio los secretos de cada Estado. Y el Cardenal me recompensaba estas informaciones estratégicas con miles de doblones de plata, con los que llevé una vida de lujo y molicie.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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