Durante los años cincuenta mi infancia transcurrió en la pequeña población de Maycomb, Alabama (EEUU). La llegada del verano suponía librarnos de la escuela, es decir, de que nos pegaran con una regla en la palma de la mano o nos castigaran mirando a la pared con orejeras de papel. Por las mañanas empezábamos nuestra jornada representando la película de Tarzán, repartiéndonos los papeles. Después me introducía dentro de un neumático al que hacíamos girar por las calles, mientras mis ojos asistían a un confuso torbellino de tierra, cielos y casas. A media mañana nos refrescábamos con un jarro de limonada en el sombreado porche. Tras el almuerzo nos entreteníamos recortando las ilustraciones de periódicos y revistas, pegándolas en un álbum. Escribíamos varias veces el alfabeto y copiábamos un capítulo de la Biblia. Al atardecer paseábamos por el bosque o hasta el río. Nos movíamos despacio. Nadie tenía prisa porque no había donde ir, nada que comprar, ni dinero con el que comprarlo. Sentados en las mecedoras, mientras saboreábamos pastillas de gomas de mascar, veíamos en silencio la puesta de sol. Para dormir sacábamos los catres al porche trasero, con techo de cristal, o lo hacíamos en nuestra cabaña colgada entre dos árboles. Mi abuela me criticaba porque tuviera el pelo corto y con flequillo y siempre vistiera como los muchachos con un mono o un pantalón hasta la rodilla. Pero yo quería hacer todas las cosas que podían hacer los chicos en pantalones. No pensaba ser nunca una señorita respetable y de finos modales, de esas que siempre van envueltas en pesados vestidos e incómodas faldas y crían muchos hijos, pero que están aburridas por no salir de casa. De esas que se pasan todo el día ordenando las habitaciones, haciendo ganchillo, regando el huerto y las flores o fabricando pasteles en la cocina.
Para saber más: Harper, Lee. Matar un ruiseñor. Barcelona. 1960.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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