Han modernizado y reinaugurado la central bancaria que ocupa la antigua cárcel real donde pasó obligada estancia Miguel de Cervantes. Entramos por una aduana de máquinas expendedoras de volantes. Sentimos un oscuro malhumor y un desasosiego nervioso, pues cualquier fallo táctil nos dejará indefensos frente a estos mamuts electromecánicos incapaces de leer nuestros pensamientos.
Un gran salón con muelles butacas y cómodos sofás nos sirve de sala de espera, como si fuera un hotel de lujo. Una azafata va consultando en su tableta electrónica cuando llamarnos para que pasemos a los despachos sacrosantamente ocultos de los asesores bancarios. Sin embargo, algunos clientes lo hacen directamente, posiblemente por el elevado número de cifras de su cuenta bancaria.
Hay una docena de pantallas audiovisuales colgando del techo que nos trasladan al paraíso del inversor. Nos ofrecen viajes fantásticos, la última moda en trajes de flamenca, el pago en cómodos plazos de coches del siglo que viene, las ventajas de adquirir obras de arte o las de suscribirse un seguro frente a la enfermedad, la vejez y la invalidez. El panorama, si uno fuera rico, es más atractivo que el de centros de salud y de pago de impuestos. Las pantallas no sirven aquí a ese bingo de cifras y letras al que hay que estar estresadamente atentos en rígidas sillas de plástico, antes de recorrer el laberinto cretense de secciones y mesas donde seremos atendidos por los empleados públicos.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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