Diciembre de 1958. Mi mamá está de siete meses y el parto es inminente. Mi abuela la lleva al Convento de las Hermanas de Cristo. La priora la envuelve en la pesada túnica roja que usó la santa de Ávila y la acompaña desde la puerta al altar donde se venera a Santa Teresa, rezando una oración especial para que interceda por ella. Después mi mamá visita la Capilla del Museo y pone una vela a San Ramón Nonato, el intercesor masculino. Finalmente, al llegar a casa, se coloca una vela permanentemente encendida bajo el cuadro familiar del Beato Figueras, que ha sido trasladado a la habitación paritoria. Pasan dos horas y un paquete de tabaco rubio a medias entre su marido y la matrona. Suavemente llega al mundo el bebé que, tras un cachete en el culito por parte de la matrona, berrea horriblemente. No ha sido preciso siquiera emplear el gancho.
Septiembre de 2008. La ecografía desvela al médico que será una niña y éste calcula su fecha de parto. Después vienen un curso de yoga, otro de parto sin dolor y un seguimiento minucioso de la evolución del feto. El día señalado, mi cuñada conduce su propio automóvil hasta el Hospital. Pasa varias horas en la sala de dilatación. Cuando está a punto acude el equipo médico. El marido, que asiste voluntariamente, ayuda alborozado a tirar del bebé y traerlo al mundo. No pasan ni quince minutos cuando la enfermera le muestra a su retoño. Luce una batita verde claro igual a la suya y a su tobillo izquierdo se le ha adherido una etiqueta blanca identificativa: ¡cuántas otras la acompañarán a lo largo de su vida¡
(¢) Carlos Parejo Delgado
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