Cuesta de enero del año 1972. Llueve a cántaros. Los hombres igualan su indumentaria en la calle. Van enfundados con utilitarios impermeables azul marino. Las mujeres optan por la elegancia de la gabardina beige y el paraguas negro. Aserrín en la entrada de los edificios, como si fueran belenes. Nacen felpudos en los portales y paragüeros en los vestíbulos. Paseamos pisando todos los charcos con nuestras botas de agua. Cantamos:” Que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajarillos cantan, las nubes se levantan…” y el plash, plash del agua que cruje bajo nuestros pies nos hace de orquesta de acompañamiento. En el descampado hemos jugado a clavar la lima toda la tarde, disfrutando del bien oliente, fresco y húmedo sabor de la tierra embarrada.
Día de relámpagos y truenos del año 2002. Los transeúntes han engordado como por ensalmo, embutidos en sus parkas de plástico inflado. Los turistas, menos prevenidos, despliegan chubasqueros que semejan un arco iris reptante por la calle. El carril bici es una pista de patinaje artístico. Los osados ciclistas que pretenden usar paraguas y teléfonos móviles a la vez, como si fueran pulpos, se caen una y otra vez. Las potentes calefacciones del gran almacén han secado nuestras ropas en cinco minutos.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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