lunes, 27 de noviembre de 2017

Historias de la calle Alfarería — La frutería de Servando (22). (Carlos Parejo)


Servando atiende pedidos a su teléfono inteligente desde las siete de la mañana. Una vez que monta el puesto, coge su caballería ligera (una carretilla de mano) y reparte cajas de frutas y verduras por los domicilios de las manzanas inmediatas. Y no se equivoca nunca, en su agenda electrónica tiene un punto verde numerado con cada nombre, apellidos y dirección exacta de sus clientes telemáticos. Dos horas antes su socio, al que llama “el viejo”, ha despertado del altillo de la frutería (que mejor alarma electrónica para una tienda que un viudo setentón, solitario y de sueño poco tan volátil como una mariposa). Y se ha ido a pregonar las bondades de su tienda. Lo hace en los bares de desayunos, en la sala de espera del dentista y del centro de salud; en la cantina del hogar de mayores. En fin, allí donde haya bulla de mujeres. Incluso se da un paseo calle Alfarería arriba y abajo, recordando sus tiempos mozos de vendedor ambulante de frutas, pero sin su mulo Lucero. Y va cantando esta tonadilla: “Mujeres, quién no me crea, que las pruebe, las mejores frutas en el número noventa y nueve”. Hay algo que remueve por dentro el ánimo del frutero Servando. Está vestido de abajo a arriba de lo más moderno: Zapatillas deportivas; chándal y parka de plástico color verde bético. Su aspecto es atildado. En la peluquería de la esquina le hacen cada semana un peinado con tupé y le retocan su barba recortada. Tiene veinticuatro años y es alto, apuesto y delgado. Sin embargo, se ahoga de vergüenza con las jóvenes que lo miran con buenos ojos. Con los hombres, casi todos mayores que él, se defiende mejor. Es aparentemente chulito y prepotente con su tono de voz autoritario y seco, pero lo respetan e incluso lo quieren. El viejo le esgrime el argumento de que tiene una doble losa sobre su alma, ha sido un hijo único al que nunca faltó ningún capricho y se ha quedado huérfano. Además, para que engañarse, el quería ser programador informático. Y a tantos currículos que envió sólo le respondió el fantasma del paro. A Servando no le despierta el menor interés que el “Viejo” vaya forrado de antigualla decimonónica desde los pies a la cabeza: Zapatos de charol, pantalones anchos y chaqueta –ambos de lana fría- de tonos oscuros, bufanda y sombrero mascota. Además, es pequeño de estatura, encorvado, cojitranco y su poco pelo tiene el mismo color que las ratas. Sin embargo, le llena de envidia que “el viejo” a cada guapa mujer que conoce le suelte una linda zalamería y le lance una dulce mirada. Si su instinto así se lo manda, el “viejo” incluso le acaricia con suavidad la barbilla, los cabellos o la nuca. Y, ¡Caray¡ a casi todas las tiene en el bote, pues le devuelven comentarios jocosos y azoradas miradas de colegialas, siguiéndole el juego, entre cariñoso y seductor, que tanto le distrae.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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