Mi sorpresa ha sido mayúscula. De un vehículo funerario estaban sacando un pequeño ataúd de niño de color rosa: ¿Por qué rosa y no de color blanco? Al leer el rótulo del local encontré una explicación lógica. En letras latinas y caracteres cirílicos anunciaban la iglesia cristiana evangélica rusa. Habitualmente cerrada, excepto los domingos al mediodía, había sido abierta excepcionalmente para este luctuoso evento. Introdujeron el pequeño ataúd por un pasillo central, escoltado por apretados bancos de oscura madera de abedul. Lo situaron frente a un altar de mármol blanco, austero y sencillo, sin adornos. A ambos lados, por encima de mi ángulo de visión, había sendos ramilletes gigantes de la flor rusa por excelencia, la del girasol. Un enorme cuadro con una escena campestre se situaba en el centro del escenario. Reproducía un campo de girasoles que se perdía en la lejana inmensidad de la estepa rusa. Y, como telón de fondo, la silueta de unos difuminados e inconfundibles montes: Los Urales. A ambos lados del altar, en dos cuadros pequeñitos cubiertos por sendos velos grises, estaban los iconos sagrados, misteriosos y como queriendo pasar desapercibidos. Aquella comunidad religiosa había olvidado el barroco, lujoso y dorado esplendor de las iglesias de los zares. Gran parte de su vida había transcurrido en una tolerada clandestinidad bajo el régimen comunista. Tanto el edificio que los albergaba como su decoración podría haberse creído fácilmente que eran, simplemente, un club social y recreativo. Nada que ver con el eterno y espectacular esplendor barroco de los templos religiosos de la Sevilla eterna.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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