Más quemado que la pipa de un indio ―porque ni los años ni el escaso tiempo que te concede para el descanso y el esparcimiento personal este puñetero sistema del que no eres más que una insignificante pieza susceptible de ser sustituida en cualquier instante perdonan—, sales a echarte un trote cochinero con la sana intención de liberar tensiones. De súbito vislumbras a lo lejos un no sé qué que se te aproxima más raudo que la muerte o el hálito radiante de un guepardo. Se trata de un cochazo de alta gama que transita a velocidad de fórmula uno por el camino para cabras que cada tarde te hace las veces de improvisada y muy precaria instalación terapéutica y deportiva. Pese a la velocidad, cuando se cruza contigo, puedes distinguir con nitidez en su interior a cuatro sujetos con cara de ir hasta el culo de farlopa y de estar más borrachos que una cuba de ajenjo, que se dirigen a ti con alborozada actitud simiesca y emitiendo ininteligibles y estúpidos sonidos guturales con una más que evidente intención ofensiva. Y se te cae el alma al suelo. Y una vez más pierdes toda esperanza de que este jodido mundo de lobos y corderos que se sueñan tigres o se han mudado en ratas con poco más de media patada en los hocicos tenga arreglo. E invocas el advenimiento del asteroide definitivo que limpie este intrascendente y emputecido valle de lágrimas de tanta podredumbre y estulticia para siempre. Y que paguen justos por pecadores. Daños colaterales necesarios lo llamarían tanto los mercados como las criminales alimañas que ordenan esas masacres que se perpetran en beneficio de los grandes capos de las mafias del imperio y que continuamos empeñados en denominar guerras. Daños colaterales; qué hijos de puta. Y entonces aceleras y por unos minutos casi alcanzas el ritmo de tus mejores tiempos.
(adrenalina)