Marcos Javier ejercía de ingeniero industrial. Al cumplir los treinta y cinco, pudo realizar el sueño de su vida. Consiguió medio año sabático para, con sus ahorros, viajar por veinte grandes ciudades de los seis continentes.
Cada vez que llegaba a una ciudad hacía igual. Leía el periódico local por las mañanas en el vestíbulo del hotel. A mediodía buscaba un restaurante que le gustara para almorzar. Y por las noches paseaba, sin rumbo fijo, por calles y plazas.
Extrajo tres principales conclusiones.
La primera era que, como media, en ciudades como Jartum (Sudán) o Niamey (Liberia), los africanos se morían a los cuarenta y cinco años. Mientras que en Islamabad (Pakistán) o Teherán (Irán) los árabes llegaban a los cincuenta y cinco; en Caracas (Venezuela) y Río de Janeiro (Brasil) los sudamericanos decían adiós a la vida con sesenta y cinco; en Moscú (Rusia) y Pekín (China) se subían a la barca de Caronte a los setenta y cinco; y sobrepasaban los ochenta años de longevidad en Tokio (Japón), Estocolmo (Suecia) y Toronto (Canadá).
La segunda reflejaba el bienestar material. Los buenos restaurantes eran inversamente proporcionales al número de mendigos callejeros. Por cada restaurante dónde se pudiera comer medianamente bien en Freetown (Sierra Leona), había cuatro en Damasco (Siria) y Bagdad (Irak), diez en Singapur (Malasia) y Yakarta (Indonesia),veinte en Auckland (Nueva Zelanda) y Sidney (Australia), y cien en Los Ángeles (EEUU), Paris (Francia) y Roma(Italia).
La tercera le sorprendió incluso a él mismo. Pasear a altas horas de la madrugada sin saber adónde se va por las calles solitarias y silenciosas de cualquier gran ciudad del mundo, le provocaba un miedo al peligro latente –un atraco con arma blanca, una paliza o incluso la muerte-, mayor que el de los animales salvajes que le podían acechar en una Selva africana o una Jungla asiática.
Cada vez que llegaba a una ciudad hacía igual. Leía el periódico local por las mañanas en el vestíbulo del hotel. A mediodía buscaba un restaurante que le gustara para almorzar. Y por las noches paseaba, sin rumbo fijo, por calles y plazas.
Extrajo tres principales conclusiones.
La primera era que, como media, en ciudades como Jartum (Sudán) o Niamey (Liberia), los africanos se morían a los cuarenta y cinco años. Mientras que en Islamabad (Pakistán) o Teherán (Irán) los árabes llegaban a los cincuenta y cinco; en Caracas (Venezuela) y Río de Janeiro (Brasil) los sudamericanos decían adiós a la vida con sesenta y cinco; en Moscú (Rusia) y Pekín (China) se subían a la barca de Caronte a los setenta y cinco; y sobrepasaban los ochenta años de longevidad en Tokio (Japón), Estocolmo (Suecia) y Toronto (Canadá).
La segunda reflejaba el bienestar material. Los buenos restaurantes eran inversamente proporcionales al número de mendigos callejeros. Por cada restaurante dónde se pudiera comer medianamente bien en Freetown (Sierra Leona), había cuatro en Damasco (Siria) y Bagdad (Irak), diez en Singapur (Malasia) y Yakarta (Indonesia),veinte en Auckland (Nueva Zelanda) y Sidney (Australia), y cien en Los Ángeles (EEUU), Paris (Francia) y Roma(Italia).
La tercera le sorprendió incluso a él mismo. Pasear a altas horas de la madrugada sin saber adónde se va por las calles solitarias y silenciosas de cualquier gran ciudad del mundo, le provocaba un miedo al peligro latente –un atraco con arma blanca, una paliza o incluso la muerte-, mayor que el de los animales salvajes que le podían acechar en una Selva africana o una Jungla asiática.
© Carlos Parejo Delgado
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