Para consolarme pasaba días enteros cabalgando sobre mi jaca árabe por el madrileño bosque del Retiro. Lo hacía acompañada de mis dos hijitos, al son de los cascabeles de sendas mulitas alquiladas. Llegaba el ocaso, traspasaba la puerta del Sol y nos descabalgábamos: era la hora del Ángelus. Nos santiguábamos, rezábamos tres Ave Marías y la Oración por los Difuntos. El invierno anterior había enviudado. Tenía treinta y seis años, cuatro hijos casados y otros cuatro que habían volado prematuramente al Cielo. Se me consideraba ya una mujer acabada y vieja. Entonces conocí y me enamoré de Antonio Pérez, con la misma naturalidad que me pintaba las uñas o comía. No me importó que estuviera casado o fuera el secretario o favorito del rey Felipe. Sí me zahería la conciencia que ahora estuviera en pecado mortal de la carne y condenada a las penas del Infierno, como me decía mi amiga la madre Teresa de Jesús. Pero descubrí lo más hermoso de la vida: amar a un hombre agradable y sensible. Entre los enormes ángeles de mármol blanco que servían de postes a mi cama de dosel sólo existía el paraíso del placer carnal, y no me acordaba de las convenciones sociales ni del peligro de quedar excluida de la vida eterna en el reino de los bienaventurados. Cuando recorría el resto del dormitorio volvía al mundo real. Allí estaban los retratos encargados a pintores flamencos o españoles de todas las generaciones familiares desde el célebre poeta Marqués de Santillana; los mapas o dibujos de más de un centenar de mis posesiones peninsulares y, sobre todo, los árboles genealógicos de los otros “Grandes” de España. Con alguna de estas familias debía casar a mis pequeñuelos, como hicieron conmigo cuando apenas contaba once años de edad.
Para saber más. O Brien, Kate. Esa Dama. Editorial Planeta. 1943.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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