Cuando me hice mujer,
y usaba camisetas
y mallas ajustadas
por sentirme más cómoda
con tal indumentaria,
los hombres comenzaron
a mirarme las tetas
y el culo con lascivia.
Yo, sabiéndome sexy
a reventar, trataba
de tolerar que aquellos
salidos me mirasen
como a una perra en celo.
Pero nunca logré
soportar de buen grado
que tan sólo uno de estos
capullos perpetrara
la estúpida osadía
de atizarme un cachete
en mis nalgas de acero
—cuatro horas de gimnasio
seis días a la semana—
para luego, cobarde,
huir como un conejo.
Es cuando comenzaba
la caza. Los seguía,
implacable, al galope
pero a cierta distancia
y, cuando estaban muertos
de cansancio, saltaba
sobre ellos como un tigre
y, a golpes de cuchillo,
les arrancaba el alma.
Llegué a perder la cuenta
de cuántos sucumbieron
de este modo. Decenas;
puede que, en ocasiones,
más de un ciento por año.
No penséis que lo hacía
por venganza; fue el único
modo que encontré, entonces,
de defender mi honra.
Pero algo fue cambiando
con el paso del tiempo
y acabé por hacerme
adicta a sus lamentos,
a su miedo, a sus súplicas
de blandengues nenazas.
Así que hoy que ya cuento
los cincuenta de largo
y, aunque conservo un cuerpo
tan fuerte y atractivo
como el de entonces, uso
prendas más recatadas,
y, por lo tanto, es raro
que venga un gilipollas
a sobarme las nalgas,
todas las noches, presta,
salgo cuchillo en mano,
a la caza de algún
memo desprevenido
a fin de apuñalarlo.
La flor del tabaco
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*(Pues si mata… que mate)*
*A Manolo Rubiales –echando humo.*
*Ayer noche, al quedarme sin tabaco*
*–Estaban los estancos y colmados,*
*Los quioscos...
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Pesadilla a lo Elm Street
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