Sevilla, al modo de Palestina, quiso ser una ciudad de palmeras allá por el novecientos. Éstas compartieron su cetro vegetal con los naranjos durante muchas décadas. A ellas les pertenecían las plazas y avenidas más señeras y los jardines recoletos. Las del Alcázar aún recortan el perfil de sus cielos, como en los cuentos de las Mil y Una Noches, con su elevadísima altura y su talle anoréxico.
Pero, al modo de las plagas bíblicas, las palmeras se están viendo asoladas y se encuentran en proceso de extinción en la ciudad antigua. Primero fueron la multiplicación de las tuberías subterráneas, luego vinieron los aparcamientos en las aceras y le siguieron los vendavales que tumbaban los ejemplares más viejos y enclenques, aunque siempre tan espigados. Por si fuera poco recientemente apareció la plaga del picudo rojo. Es penoso contemplar aquella plaza o avenida donde antes hubo una floresta llena de vida y ahora queda una palmera huérfana y solitaria, rodeada de otras que son como decenas de descabezadas reinas Maria Antonieta.
(¢) Carlos Parejo Delgado
1 comentario:
Triste. Esa suerte de genocidio palmeril lo estamos sufriendo también en Marbella. Carlos lo cuenta muy bien.
Agustín Casado
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