NUNCA creí en los duendes. Hasta lo de los cortaúñas. Hará ahora dos años, comenzaron a extraviarse como por arte de birlibirloque —también ha sucedido con las tijeras. Desde entonces, hasta la fecha, no sé con exactitud cuántos pueden haber desaparecido. Pero habrán sido, al menos, un par de centenares. En los cajones, en la bolsa de la compra, en la guantera del coche, en los bolsillos. Los he llegado a adquirir por decenas. Y siempre, más o menos de inmediato, se han ido esfumando, sin dejar el menor rastro, ante mis perplejas narices.
Al principio no le di demasiada importancia; "siempre he sido un jodido despistado" —me decía. Pero, con el paso del tiempo, comencé a sospechar que, en tan extraño y repetitivo asunto, pudiese haber gato encerrado. Y me decidí a poner todo lo necesario de mi parte para desentrañar el enigma. Siempre en tensión, siempre alerta, he llegado a pasar semanas enteras en vela. Hasta que, una noche de luna llena, lo descubrí. Un maldito duende cargaba con el cortaúñas que, a escondidas, había pedido prestado a la vecina, a fin de utilizarlo como señuelo. Desde esa noche, siempre actúan en grupo. Y olvídense de esa imagen idílica de los duendes como seres bonachones y entrañables. De tan espantosos, resultan indescriptibles. No obstante, no me infunden miedo alguno. Ya los he eliminado a puñados. Aplastándolos; como a las cucarachas. Y nunca me ha temblado el pulso. Aunque debo reconocer que me producen una honda y muy desagradable repugnancia.
Lo de no poderme cortar las uñas y, en consecuencia, tenerlas cada vez más largas, no deja de ser una molestia. Pero hasta ayer tarde, cuando vino a visitarme Idalia, había conseguido llevarlo con más o menos resignación. Estuvimos charlando un buen rato, tras el que, como suele suceder siempre que viene a casa, terminamos follando como salvajes. Al alcanzar el éxtasis, en un arrebato de pasión irrefrenable, clavé mis uñas en su cuello, con tan mala fortuna, que le seccioné la yugular. Oh, mi tan querida Idalia; se acabó en unos instantes. Y ahora debo buscar el modo de deshacerme de su cadáver. Y de tanta sangre. Porque quién iba a creer una historia tan inverosímil. Si duda acabaría con mis huesos entre rejas de por vida. O rodeado de dementes en cualquier frenopático de mala muerte. Y lo único con ciertas garantías que se me ocurre al respecto, es recabar la colaboración de los duendes. Pero dudo que se presten a ello, tras haberlos venido diezmando de un modo tan inmisericorde. No, no lo creo. Probaré en la bañera. Con ácido.
3 comentarios:
Impactante e imaginativa historia.
un saludo
El relato empieza entre Kafka y Andersen y acaba en el sangriento estilo de E.A. Poe. Curioso.
Relato algo kafkiano jeje aunque me hizo gracia imaginar los duendes con el cortaúñas a cuestas.
Un saludo Rafa :)
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