duraba demasiado.
Demasiados cadáveres,
demasiadas ciudades
arrasadas y un número
incontable de huérfanos.
El general, un día,
aterrado y cansado
ante tanta barbarie,
fue a ver al hombre santo.
― “Hay que parar ―le dijo— esta hecatombe,
su crueldad sin medida, su ultrajante rapiña.”
― “Es voluntad de Dios” ―respondió el hombre santo.
― “¿De Dios? Pero qué Dios;
viendo tanta barbarie ―respondió el general―,
permítame dudar de su existencia.”
El hombre santo, entonces, montó en cólera.
―”Obviaré su insolencia ―respondió―,
su espantosa herejía,
siempre que reflexione
conmigo y se pregunte
de dónde viene el hombre,
de qué modo se explican su razón
de ser y su existencia
sin la de un Dios creador
del cielo y de la tierra.”
―”Lo admito, es un misterio ―respondió el general―.
Tanto como este otro
que, siendo usted tan sabio,
espero me responda.
¿De dónde viene Dios
de qué modo se explica su razón
de ser, qué ser supremo
tomo barro en sus manos
e insuflándole aliento
le dio vida? ¿Y quién fue
a su vez su creador,
y así hasta el infinito?”
Fue su última pregunta:
aquella misma tarde ardió en la hoguera.
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