JEBUNTREA es un pequeño pueblo cercano a un caudaloso y transitado río, ya en las proximidades de su desembocadura. En sus alrededores una rica campiña da paso a un inmenso paisaje marismeño que, por su topografía plana sin confines visibles, nos recuerda algún rico imperio real o ficticio en el que nunca se pusiese el sol. Más aún, cuando se contempla uno de los atardeceres que acarician esta marisma única, con su diversidad infinita de matices rojizos y dorados y la brisa marina peinando los trigales ganados a pulso al salitre, se podría decir que Jebuntrea es el mismo Imperio del Sol.
Hace ya muchos años en Jebuntrea vivió Aureliano. Aureliano a sus dieciséis años, cuando aún era y tenía apariencia de niño, se había enamorado locamente de “la Petra” que, a pesar de contar con dos años menos que él, era ya una mujer de las que llamaban “de bandera”, con unos ojos verdes cuyo brillo apenas era igualado por el de aquel sol que, desde su pedestal de cielo, gobernaba la marisma.
Una tarde Aureliano por fin convenció a “la Petra” y juntos se encaminaron al viejo molino de viento donde se dispusieron a entregarse mutuamente su amor de niños que jugaban a ser adultos.
A pesar de su apresuramiento, cuando aún sus corazones no les golpeaban con suficiente fuerza el pecho ni habían terminado de despojarse de las vestiduras que aprisionaban sus deseos, una voz ruda y enérgica los sobresaltó.
- ¡Alto! ¿Quién vive?
La impresión les descompuso el rostro y faltó poco para que les hiciese vomitar hasta la última de sus vísceras.
- ¡Coño, la puta guardia civil “na” más que sirve “pa esbaratá níos”! -farfulló ostensiblemente contrariado Aureliano.
Pero su enojo y sorpresa se transformaron súbitamente en un pavor incontenible.
- ¡Papá!
- ¡Petra, cago en la madre que me parió! ¿Qué haces con ese “desgraciao”? ¡A este cabrón lo capo y a ti te mando a un convento! -dijo el cabo mientras montaba su arma.
Aureliano y Petra comenzaron a correr despavoridos, cada uno por su lado, mientras dos disparos rompían por un instante la calma de aquel atardecer único. Pero Aureliano no quería renunciar tan fácilmente a gozar de los favores de su amada y, como un poseso, comenzó una y otra vez a recorrer a toda prisa aquellos viñedos generosos, y a todo a aquel que se encontraba mimando las vides como sólo en Jebuntrea se sabe hacer, le preguntaba con enorme desasosiego:
- ¡Paisano!, ¿no habrás visto pasar por aquí corriendo a una guapa moza a “medio coger”?
A la mañana siguiente, tras toda aquella noche de búsqueda frustrante e infructuosa, Don Nicanor, tío de Aureliano y persona influyente por su condición de párroco de Jebuntrea, fue al encuentro de su sobrino y, visiblemente alterado y molesto, le espetó sin tan siquiera tratar de ocultar su malévola complacencia:
- Hijo mío, ¡o te vas ahora mismo del pueblo o tienes tus horas contadas! ¡No te da vergüenza ir por ahí “cogiéndote” a la hija del cabo! Con la de hijas de campesinos que hay por ahí “pa” una buena agarrada. ¡Venga, sal pitando! ¡Ni equipaje ni “na”!, que el cabo viene “p’acá” dispuesto a pegarte un tiro.
Eran tiempos donde la justicia, o mejor dicho la injusticia, la dictaban cuatro desaprensivos y Aureliano no tardó ni un segundo en marcharse como alma que se lleva el Diablo, o Dios, ¿quién sabe? De no haberlo hecho, esta historia hubiese acabado aquí manchada de odio, sangre e intolerancia.
Con los años murió el cabo. Lo encontraron flotando en la marisma con las cuencas de los ojos vacías, probablemente comidos por las gaviotas, sin testículos y con el pene cercenado y metido en la boca. Sin duda, en esta ocasión al menos, se había cumplido aquello de que él que a hierro mata a hierro termina por morir tarde o temprano. Pero la vida ya había situado a Aureliano lejos de Jebuntrea y sus tediosas nuevas motivaciones habían acabado por enterrar a “la Petra” muy en el fondo de su corazón. El destierro obligado había terminado por convertirse en un desarraigo deseado o, al menos, tolerado por la fuerza de la costumbre y el hastío. Cuando conoció la muerte del cabo, Aureliano sólo esbozó una leve sonrisa, más de compasión que de maldad, y ni siquiera por un instante pasó por su pensamiento la idea de volver a Jebuntrea, a pesar de tener allí padres, hermanos y aquel tío cura y fascista. Una familia a la que no había vuelto a ver desde su frustrada aventura en el viejo molino de viento. Eran tiempos en los que las distancias aún eran muy grandes y sólo se viajaba cuando era estrictamente necesario.
Muchos años después de la muerte del cabo, cuando ya Aureliano casi había olvidado aquel imperio del sol donde tenía sus raíces y tal vez su verdadero amor, cuando ya incluso había olvidado que había asumido la idea de nunca volver a sentir aquel aroma irrepetible e indescriptible a salitre, vino y camarones, recibió aquella noticia que le entristeció su endurecido corazón. Madre había muerto y Aureliano, de repente, se arrepintió por tantas cosas que no hizo y le hubiera gustado hacer, tantas palabras amorosamente cómplices que habría querido susurrarle despacito en las tardes de lluvia, tantos ratos que dejó de pasar junto a ella, tanto cariño desperdiciado…
En aquel tren que lo conducía hacia su pasado perdido lloró amargamente toda la noche. A la mañana siguiente, en el sepelio, volvió a encontrarse con Don Nicanor que, con los años, había reforzado aun más su aspecto de capellán de campo de ejército golpista sublevado. Y se encontró con sus hermanos, todos más pequeños que él, y con su padre al que el dolor permanente por haber perdido a su hijo a causa de un destierro dictado por la intolerancia y la injusticia había terminado por volver loco. Pero no vio a “la Petra” que, súbitamente, había vuelto a emerger desde las profundidades, ahora tremendamente atormentadas, de su espíritu.
El cementerio de Jebuntrea está situado al pie de una suave ladera desde la que afloraban varios manantiales abundantes en agua, sobre todo durante los otoños lluviosos como aquél. De este modo, frecuentemente, se convierte en un enorme lodazal pantanoso en el que las tumbas apenas emergen de debajo del agua y el barro y donde muchos nichos y los pocos panteones con que cuenta aquel camposanto se anegan hasta desbordarse. Y el más inundado de todos resulta ser siempre el panteón de la familia de Aureliano. Un panteón cuya posesión no respondía a su clase social, era una familia humilde, sino a la influencia y empecinamiento de Don Nicanor, que quería acabar sus días enterrado como un aristócrata ya que su morada final, muy a su pesar, quedaba lejos de paredes catedralicias o salones vaticanos, puesto que a cardenal u obispo no llegaría nunca. Su maldad era excesiva incluso para eso. Aquel panteón contenía los restos mortales de abuelos, bisabuelos y otros ancestros y parientes que, durante años, habían sido allí trasladados desde sus tumbas y nichos originales. Dos metros de agua al menos cubrían esa mañana todos aquellos humedecidos despojos.
Negros nubarrones amenazaban tormenta. Una de esas tormentas que, momentáneamente, parecía que fuesen a acabar con el imperio de aquel sol que siempre terminaba por volver a enseñorearse del paisaje infinito de las marismas de Jebuntrea. Pronto comenzó a llover, pero eso no arredró a Don Nicanor que parecía que no fuese a terminar nunca su sermón fúnebre perversamente inspirado en el ideario del nacional catolicismo, cuerpo central de las convicciones de aquel cura resentido y traicionero. Un sermón al que, por su tono tedioso y fascista y por la inclemente mañana, nadie prestaba la menor atención. Poco a poco aquella lluvia fina se tornó en una tromba tremenda de agua que caló a todos hasta los huesos.
- ¡Aureliano!, ¿qué hacemos con madre? –inquirió Arcadio, el más pequeño de los hermanos, entre tos y tos y tiritando espasmódicamente.
Aureliano miró al cielo, después a su incansable tío, por último al fondo del panteón...
- ¡Zambúllela ya! –dijo lacónicamente y, dándose media vuelta, se encaminó con parsimonia hacia el pueblo sin reparar en los charcos y el barro que fue pisando durante todo el camino.
Y madre se fue hacia su último viaje como antiguo capitán de mercante muerto de escorbuto o a causa de las ansias de botín de amotinados rebeldes o de ladrones del océano a las órdenes de Drake, y cuyo cadáver es arrojado al mar de Java envuelto en negra bandera pirata para servir de pasto a los tiburones.
Aureliano, tras el funeral, se volvió a marchar de Jebuntrea. Pero su éxodo no duró mucho. Poco después de un mes recibió la noticia de la muerte de su padre. Sin saber porqué, Aureliano recordó aquella tarde en la que el cabo, ante la mirada cómplice e inquisidora de Don Nicanor, irrumpió en la casa y se llevó todos los sacos de harina, producto del estraperlo, con la que su padre fabricaba el pan sobre el que se sustentaba la economía familiar. Y rememoró el torrente de lágrimas vertidas por su madre y la angustia del señor Melquíades, proveedor de aquella harina, al pensar que nunca le podría ser compensada. Pero el padre era un hombre cabal. Pasó meses sin dormir y trabajando sin descanso hasta que, sin dejar de atender las necesidades de su mujer y sus cuatro hijos, logró devolver hasta el último gramo de harina. Un áspero sentimiento de culpa le subió a Aureliano hasta la garganta por su ingratitud recién descubierta.
Aquella noche, en la que de nuevo regresó Aureliano a Jebuntrea, la intensa lluvia le recordó un lugar llamado Macondo. Un lugar que desconocía si era real o ficticio y del que había sabido en alguna de aquellas muchas lecturas a las que en realidad normalmente no prestaba casi ninguna atención. Aunque le ayudaban a matar el tiempo, ese tiempo que a él lo había ido matando y al que finalmente no podría derrotar por muchas batallas de las que saliera triunfante o, al menos, sin ser vencido.
Aureliano, que por ley de vida se había convertido en el cabeza de familia, en vista de la laguna en que se había convertido Jebuntrea y recordando la inmersión macabra aun reciente, envió a su hermano Arcadio a inspeccionar el estado en el que se encontraba el panteón familiar para evitar al día siguiente desagradables sorpresas húmedas. El panorama era patético: sucias mortajas manchadas por el barro y restos óseos desparramados por los alrededores del panteón, cajas fúnebres abiertas flotando y pugnando por salir al exterior en lo que a Arcadio se le antojó como un intento vano de sus inquilinos por escapar de aquella insensible oscuridad eterna a la que estaban indefectiblemente sometidos… Y madre… madre haciendo su particular singladura estigia.
- ¿Qué, cómo está la cosa? –preguntó Aureliano al regreso de su hermano.
- ¡¿Que cómo está?!... Hermano… ¡Marineritos tenemos!
Tras aquella nueva zambullida perpetrada en el panteón familiar, Aureliano decidió quedarse en Jebuntrea para hacerse cargo de los intrascendentes asuntos de la familia. Y, claro, el tedio y el arrepentimiento por las cosas que había dejado de hacer lo llevaron a volver a pensar en “la Petra”, cuyo recuerdo hizo renacer de nuevo el deseo y la vida en su corazón. Una dolorosa ansiedad, producida por la ausencia de su amada, fue creciendo poco a poco en los rincones más profundos de su alma. Una tarde lluviosa se decidió a hacer algo para tratar de calmar aquella terrible angustia. Con paso firme, pero sin demasiado agrado, se encaminó hacia la iglesia para ver a Don Nicanor que, pese a ser un cabrón o, tal vez, por eso mismo, era el mejor conocedor de todos los entresijos que, en relación con el corazón o la hacienda, acontecían en Jebuntrea.
- Tío, ¿qué es de “la Petra”? Como usted sabe, yo estoy desde niño enamorado de ella y, por fin ahora, he comprendido que es la mujer de mi vida. Necesito verla, quiero vivir el resto de mis días a su lado. Hacerla feliz y recuperar parte del tiempo que perdimos a los pies del viejo molino.
- ¡Pero, Aureliano!, “la Petra” y tú sois ya muy mayores para los asuntos del corazón. Además, lo que mal empieza, mal termina por fuerza. Y vosotros empezasteis realmente muy mal.
- Permítame insistir tío. Ya sabe también ese otro refrán que dice que nunca es tarde si la dicha ha de ser buena. Y, si ella sigue soltera, creo que juntos podríamos recuperar parte de la felicidad que aquella tarde nos arrebató su amigo el cabo Cotes.
- Hijo, mira, “la Petra” sigue soltera, pero ya no es lo que era.
- Tío, me da igual que ahora esté flaca o gorda, o que esté más arrugada que una pasa. Como podrá ver, yo tampoco estoy “pa” tirar cohetes.
- Hijo mío, te repito que “la Petra” ha cambiado mucho.
- ¡Joder, Don Nicanor!, ya le digo que me da igual. ¡Dígame donde la puedo encontrar y basta!
- Mira Aureliano, te voy a ser franco. ¡Y que Dios y su Santísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, me perdonen por las palabras que va a proferir mi boca entre estas paredes sagradas! A “la Petra”, desde tu marcha, apenas se la veía por la calle. Nadie ha sabido nunca, ni yo mismo, si por voluntad propia o por imposición paterna. Pero, hijo, tras la muerte del cabo dio un cambio radical y, desde entonces, se la ha “cogío” “to” el pueblo. Hasta yo me he “pegao” con ella alguna que otra “agarrada”. ¡La muy puta!, debe ser por la vergüenza que le produce la posibilidad de que tú puedas saber acerca de su inmoralidad y su vida disoluta por lo que, desde tu vuelta, nada se sabe de ella en Jebuntrea.
Aureliano miró a su tío con desprecio y compasión a un tiempo, y, mientras se daba la vuelta y caminaba sin saber hacia donde pero si hacia quien, hacia su Petra de entonces donde fuera que estuviese, amargamente le respondió:
- ¿Y qué?, tío. Aunque tarde, he aprendido al fin que la vida hay que disfrutarla pues no es eterna. Además, no creo que sea tan grave lo que “la Petra” haya podido hacer. Porque, ¿acaso Jebuntrea es Nueva York?
Hoy Aureliano y “la Petra” viven juntos y felices. Y esa felicidad hace que no se preocupen de la cercanía cada vez mayor de ese otoño lluvioso en el que, probablemente unidos, tras pasar en cortejo fúnebre delante de aquel viejo molino, se habrán de dar su última zambullida.
Abril de 2004 - Marzo de 2006