Omara atraviesa la calle al amanecer, rápida y sigilosa como una gata, para ir a cuidar a personas mayores. Marcha solitaria, pero sueña con un Malecón de la Habana, lleno de gente.
Laila limpia melancólicamente los bares de la esquina. Sólo, a veces, se ilumina su cara con una sonrisa, cuando se cree la camarera de ese cafetín del remoto pueblo del Rif marroquí de donde vino.
Hakim se arma de paciencia para vender pañuelos de papel en el semáforo. Durante horas ve pasar automovilistas que, embutidos en sus vehículos, lo ignoran mayoritariamente. Hay algunos, más caritativos, que siempre le compran algo. Entonces sonríe ruidosamente y da varios pasos de danza africana. Por un momento, vuela con la imaginación y lo que tiene ante sí es la senda de los elefantes en la sabana de su Malí natal.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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