Corría la mitad del siglo veinte y entré a trabajar en la primera central telefónica manual del barrio, poniendo conferencias a todo el vecindario. Aquello tenía una actividad tan frenética como un Gran Almacén en el primer día de rebajas. Luego vino la competencia del teléfono doméstico, los locutorios por doquier de los hoteles, restaurantes y tiendas de postín. Y, sobre todo, esa plaga de cabinas requeté cuadradas que hubo en cualquier esquina. Con la Era de los Móviles, las cabinas callejeras sufrieron una rigurosa dieta de adelgazamiento y se volvieron tan escasas como el lince ibérico. Ahora, ya jubilada, regento el último locutorio del barrio, donde vienen a llamar por teléfono, como si fuera la Asamblea de Naciones Unidas de los ciudadanos de todos los países excluidos de la revolución digital, desde cuidadoras y limpiadoras analfabetas hasta mendigos y vagabundos, pasando por octogenarios y nonagenarios pensionistas.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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