Durante el siglo veinte, este invento inglés fue destronando el día del Señor en las tardes de los domingos. Sólo se escuchaban retrasmisiones deportivas por la radio, allá donde fueras. Los muchachos inundaron sus dormitorios, mesas camillas, pupitres e incluso sus esquinas de las aceras con álbumes y cromos de futbolistas a intercambiar. Las pelotas de trapo se sustituyeron por balones de cuero. Los campitos de los solares por urbanizar dejaron paso a los campos de albero, de cemento y de césped artificial. Los magnates locales se disputaron las juntas directivas de los clubs rivales: Fama, prestigio y popularidad. Y el morbo añadido de que la temporada fuera un éxito o un fracaso. Entonces, lluvia de almohadillas y abucheos en una incruenta toma de la “Bastilla” del palco presidencial. Aquél que estaba siempre colmado de autoridades y gente importante chaquetiencorbatada y chupeteando puros habanos. Los hinchas conquistaron a las bravas –para celebrar los éxitos de sus equipos –lugares tan estratégicos como la Puerta Jerez y la Plaza Nueva. Allí no rezaban, sino que gritaban salvajemente, se emborrachaban y vomitaban, como si estuvieran todavía en el Circo romano de Hispalis.
(¢) Carlos Parejo Delgado
Fotografía: Ramon Massats
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