Allí en la Plaza Chica me sentía libre como una golondrina; Las dos amigas aparcábamos las bicis y nos rodeaba un corro de ocho grandullones, inventando bromas y juegos con los que distraernos y captar nuestra atención.
Pero aquella mañana fue distinto. ¿Quién era aquel joven lindorrubio que me miraba y remiraba en la parada del autobus? A la noche siguiente se presentó formalmente en mi entrañable Plaza Chica.
José Manuel vivía dos chalets más abajo y había estado varios años en el seminario. Se jactó con presunción y petulancia de que: ¡Colgué la sotana en la percha, abrí la puerta y me fui¡
Las semanas siguientes me escribía cursis poemas de amor, copiados de libros de textos. Yo los guardaba en el manillar de la bicicleta, tan secretamente como Matahari. Su siguiente paso fue ordenarme que saliera al balcón al mediodía, cuando volvía de sus cursillos de practicante, para saludarlo en voz alta y que mi madre fuera familiarizándose con su figura.
Pero su madre no estaba por la labor. No iba cotilleando a mi vecina Doña Teresa: ¿Qué hace mi niño mayor con una bala perdida como esa, que sólo sabe pasear en bicicleta de aquí para allá? José Manuel acabó de estropearlo. Me ordenó nuevamente que saliera exclusivamente con la pandilla de su estirada hermana, para que todos supieran que era una señorita bien.
A solas con mi almohada decidí romper con él. Por muy guapo y rubio que fuera no necesitaba un sargento en mi vida. Así que, dando un largo suspiro, lo despedí y miré al futuro.
(¢) Carlos Parejo Delgado
No hay comentarios:
Publicar un comentario