miércoles, 10 de octubre de 2012

Su última batalla




La batalla estaba siendo bastante menos favorable que de costumbre para el ejército del rey Waldemar, que hacía más de dos lustros era comandado siempre victorioso por el aguerrido Amalrik. La caballería de Hilmar había cobrado una clara y casi definitiva ventaja al sorprender a los de Amalrik en un estrecho desfiladero poblado de rocas que dificultaban sus maniobras, y las bajas comenzaban a ser numerosas, con lo que el desánimo era cada vez más evidente entre los suyos. Cuando Amalrik fue alcanzado y herido de muerte por espada enemiga en la mitad izquierda del tórax, desde donde comenzó a brotar sangre a deletéreos borbotones, el fatal desenlace parecía que se desencadenaría bien pronto de manera indefectible. Entonces, inesperadamente, surgió desde la retaguardia aquel guerrero menudo y desconocido manejando su espada con una maestría tal que nadie recordaba haber visto antes nada igual. Con gran destreza y corriendo un riesgo rayano en la temeridad más absoluta, se abrió paso al galope entre los jinetes enemigos hasta llegar junto a Hilmar por su flanco izquierdo para asestarle, sin darle tiempo a reaccionar, un fatal golpe de espada que le partió en dos la armadura por el costado y lo derribó del caballo, haciéndolo desplomarse con violencia sobre el suelo y aparentemente ya sin vida. La caída de Hilmar provocó en su ejército un desconcierto repentino y evidente, y a los pocos minutos se batía en retirada abandonando sobre el campo de batalla a sus heridos que metódicamente eran rematados sin piedad por los de Amalrik, que ya también yacía exánime sobre la hierba teñida de rojo.

Durante el trayecto de regreso al poblado, los guerreros no dejaron un sólo instante de aclamar a su inesperado nuevo líder. Cuando el ejército se presento ante Waldemar, al que ya habían llegado noticias de la singular hazaña, éste ordenó al desconocido héroe despojarse del yelmo para conocer su identidad y poder honrarlo como merecía.

Cuando la rubia y larga cabellera comenzó a ondear al viento y el rostro del guerrero se evidenció luminoso y engrandecido por los reflejos rojizos de los últimos rayos del sol poniente, el desconcierto y la ira asomaron abruptos e indiscutibles en el rostro de Waldemar.

–¡Alfhilde, hija! ¿Cómo habéis osado suplantar la identidad de un guerrero para cometer el imperdonable delito de hacer acto de presencia en el campo de batalla? ¿Acaso habéis olvidado que el arte de la guerra es un honor reservado a los hombres? ¿Es que mis enseñanzas no han conseguido haceros comprender que las únicas razones de la existencia de la mujer en este mundo no son otras que la de proporcionarnos hijos fuertes y valerosos que honren a nuestro pueblo vertiendo su sangre en el campo de batalla, y la de aliviar su cansancio y sus heridas tras el combate? ¿Qué atenuante podéis esgrimir para evitar que os condene, como merecéis, a una inmediata ejecución?

–¡Oh gran Waldemar!, padre mío; si mi única misión es la de tener unos hijos que durante años me han sido negados por los dioses, ¿deberé resignarme hasta mi muerte a una vida inútil y sin sentido? ¿Es que hoy no os he probado mi valía y valentía en el campo de batalla? ¿Acaso no he conducido a vuestro ejército diezmado a una inesperada victoria?

El alegato de Alfhilde levantó murmullos de admiración y respeto entre los guerreros, lo que no hizo más que encolerizar aún más a Waldemar.

–¿Es que, además, vais a osar desafiar mi sabiduría y la de todos nuestros ancestros y a cuestionar las normas por las que nos venimos rigiendo desde tiempos inmemoriales? Os exijo que os despojéis para siempre de esa armadura que estáis mancillando. Pero antes dadme el nombre del traidor que os ha ejercitado en el manejo de las armas. Sólo así os permitiré permanecer, ya deshonrada para siempre, en este mundo. Vuestra vida a cambio de que me entreguéis la suya.

–Si esa es su providencia, padre, que así sea. Aquí me tenéis dispuesta y sin miedo alguno a recibir vuestro castigo.

Waldemar, de inmediato y sin dudarlo un instante, desenvainó con furia su espada y la levanto firme sobre la cabeza de Alfhilde.

–¡Alto! –se escuchó entonces gritar entre la muchedumbre, perpleja ante un hecho tan inesperado, mientras Waldemar, sorprendido, suspendía el fatal mandoble de su espada.

–¿Alto? ¿Cómo, Gildwin, osáis también vos cuestionar mis hasta ayer indiscutibles decisiones? ¿Es que pensáis que no he sido ya hoy suficientemente desafiado por mis súbditos?

– ¡Oh misericordioso Señor! –dijo entonces Gildwin mientras se aproximaba para postrarse genuflexo a los pies del rey- Yo fui quién adiestró a vuestra hija en el manejo de las armas. ¡Tomad mi vida a cambio de la suya!

La cabeza de Gildwin, separada violenta y certeramente de su cuerpo, rodó hasta chocar con el pretil de un pozo, salpicando en su trayecto a muchos de los presentes con su sangre sin vida. Un murmullo, mezcla indisoluble de horror y desaprobación, se elevó entonces impertinente desde la muchedumbre hasta el cielo, sembrando por primera vez la duda y el desconcierto en Waldemar.

–¿Qué podemos hacer ahora con vuestra esposa¿ –dijo entonces el rey dirigiéndose al pusilánime Bernulf.

Bernulf, trémulo como hoja de sauce movida por la brisa de la alborada, se aproximó a Waldemar y, balbuciendo, le dijo en voz baja:

–¡Oh Gran Señor! ¿Acaso no veis el germen de rebelión que se comienza a extender entre los guerreros? ¿No sois consciente de la admiración que entre ellos ha despertado la hazaña de vuestra hija? Mi humilde e insignificante consejo es que dejéis a vuestra hija comandar vuestro ejército una vez más. Sin duda su éxito sólo ha sido el efímero y frágil fruto de la fortuna. Cuando se produzca su indudable fracaso en el campo de batalla, entonces podréis condenarla sin ninguna consecuencia indeseable al destierro o, si así os place, a la muerte.

–Sabio consejo el vuestro, Bernulf. Os será tenido en cuenta. ¡Qué así sea!

Combate tras combate, el ejército de Waldemar se fue haciendo mas fuerte e invencible y la fama de Alfhilde tan sólida, que muchos de los guerreros de las huestes enemigas desertaban nada más oír mencionar su nombre precediendo su llegada al campo de batalla. Por otra parte, con paso del tiempo, su ejemplo comenzó a cundir entre las mujeres, que empezaron a cuestionarse en secreto el dominio hasta entonces indiscutible de los hombres y a conspirar para tratar de urdir una estrategia destinada a lograr la cuota de poder y protagonismo que ya pensaban debía corresponderles en la toma de decisiones acerca de todo lo que afectaba a sus vidas. Bien pronto tuvo noticias Waldemar de aquella confabulación que no pudo más que interpretar como una insidia inaceptable y que exigía ser cortada de raíz.

Aquella mañana lluviosa y, como un presagio, pesadamente gris de noviembre, el ejército comandado por Alfhilde había formado en el campo de batalla para una nueva indiscutible victoria. Las huestes enemigas sólo eran la sombra de un débil espectro cuyo destino no podía ser otro que ser arrastrado como humo por el viento. Alfhilde comenzó a desplegar sus tropas para disponerlas para el combate. Miró a su espalda un instante para cerciorarse de que todo estaba en orden en la retaguardia y, entonces, su mirada se cruzó con la de Gernot, en la que durante un breve momento fugaz creyó adivinar una malévola expresión de asechanza.

Una vez desplegado su ejército, se produjo un prolongado silencio y una casi eterna quietud inusitada, tras los cuales Alfhilde dio orden de cargar contra el enemigo y, en ese preciso instante, sintió en su espalda la punzada de una lanza atravesándola y partiéndole en dos el corazón.

Nunca antes los ejércitos de Waldemar o de alguno de sus antepasados habían sufrido una derrota tan ignominiosa y sangrienta. Pero, a pesar de tan bochornosa afrenta, el Rey recibió la noticia de aquel estrepitoso fracaso sin expresar el menor atisbo de sorpresa, indignación o pesadumbre, y con una mal disimulada sonrisa en el rostro.

(Enero de 2006)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermoso relato