domingo, 7 de octubre de 2012

Ofidiofobia

Cuando se hizo la luz, aquella luz
impenetrable y fría como niebla,
pensábamos que el yermo que habitábamos
era un edén soberbio, el más valioso
legado de los dioses.
El tiempo, a nuestros ojos
–que entonces se encontraban ubicados
en la región del mito y de la sangre-,
era un río infinito que manaba
colmado de plateados peces pájaro,
y la tierra una hoguera sin confines
ajena a la cellisca y las distancias.
Tan sólo hubo una sombra sobre aquellas
tinieblas disfrazadas de luciérnaga:
el miedo a lo prohibido,
a perder tanto bien
cayendo en la endiablada tentación
del verbo que pugnaba por mudarse
en carne contra carne, espasmo a espasmo.
Pisamos la cabeza a aquella sombra,
a aquel anhelo vivo con los ojos
abiertos a soñar otro horizonte.
Y ahora que palpando comprendimos
que el río no era más que una cloaca
naciendo junto al lúgubre vacío
que habría de engullirlo de inmediato,
y la tierra un helado cuchitril
plagado de fronteras y de abrojos,
ahora lo prohibido yace muerto,
sacrificado al miedo, al mandamiento
absurdo que nos dimos
pensando que agradaba a un dios bastardo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El paraíso del hombre y la mujer donde no existe lo prohibido, como paso previo a las religiones mo noteistas, incluyeno la actual donde el hombre ha endiosado su ciencia y su técnica