Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
Martin Niemöller
ME sentía completamente aturdido. En la desorientación que me atenazaba, mis ojos sólo captaban una incipiente luz turbia en la que no se definían objetos ni formas. Tenía la boca reseca y con un extraño sabor que me recordaba al de los restos de cloroformo al despertar de la interminable operación quirúrgica a la que fui sometido casi cuarenta años atrás, cuando sólo era un niño (resulta curioso y para mí sorprendente que podamos recordar detalles de este tipo con tanta nitidez). El olor era penetrante, casi nauseabundo, como si se hubiesen fundido en uno, ese aroma a antibiótico rancio que suele haber en las farmacias añejas de barrios marginados y el hedor de los callejones sin salida que aprovechan para vomitar y orinar los borrachos. Me sudaban las manos; en realidad sudaba por cada poro de mi piel, pero sobre todo me sudaban mucho las manos. Y el silencio… el silencio era absoluto. Todo ello me producía un vértigo inenarrable que hacía que me sintiera como si, con las entrañas vacías, estuviese siendo arrastrado hacía una profunda sima, de ignoto fondo, por una fuerza que se me antojaba que me transportaba sin destino a una velocidad superior a la de la luz.
Poco a poco fui recobrando la claridad de la vista. Lo primero que captaron mis ojos, con el detalle suficiente como para que mi cerebro pudiese creer interpretar lo que le trataban de transmitir, fue la silueta de un hombre convulsionándose sobre una especie de camilla. Eran unas convulsiones casi imperceptibles, pero a la vez muy intensas, que se sucedían con una inusitada rapidez, casi sin solución de continuidad entre espasmo y espasmo.
Cuando hube recuperado suficientemente el equilibrio, comencé a mirar a mi alrededor. Me encontraba en lo que, sin ningún tipo de certeza, creí una especie de cámara de gas. Pero no era una cámara de gas habitual, como esas que nos hemos acostumbrado a ver en las películas norteamericanas. Esta tenía todas sus paredes, o su única pared cilíndrica -que terminaba formando sin ruptura aparente la cubierta semicircular que la coronaba-, de grueso vidrio. En el exterior, en una falsa llanura cuya cota se iba elevando con la lejanía y cuyos confines se perdían confundiéndose en el horizonte, una muchedumbre infinita de gente sin rostro, uniformada de gris, observaba inmutable, desde detrás de sus inexpresivos ojos de color negro vacío, lo que se me antojaba, por la infinita multitud que allí se había congregado, iba a ser un espectáculo incomparable.
De súbito, experimente una especie de extraño y sobrecogedor déjà vu que me hizo sentir como si ya hubiese estado anteriormente observando ese lugar -desde fuera, entre aquella infinita masa gris de personas sin alma- millones de veces. Un pavor angustioso comenzó a recorrerme cada nervio y cada célula del cuerpo y rompí en una avalancha de gritos, desarticulados por la perplejidad y la aguda emoción de desesperación que me anegaba los sentidos. Pero el silencio continuaba siendo absoluto.
Dirigí de nuevo la mirada al lugar en el que había visto a aquel hombre, percatándome en este instante de que se localizaba justo en el centro de aquel recinto acristalado. La visión era dantesca.
El hombre estaba concienzudamente atado a una especie de singular silla, muy similar a las que usan los ginecólogos para explorar el aparato reproductivo femenino, e iba vestido tan sólo con una bata corta de color verde que dejaba al descubierto sus brazos, sus piernas y sus genitales. A pesar de ello, hacía desesperados esfuerzos por moverse, lo que se traducía en ese intenso, pero escasamente perceptible espasmo permanente que había observado anteriormente. El suelo, de un blanco níveo, estaba manchado de ocre y marrón por el orín y las heces que aquel pobre diablo, sin duda, no había podido contener.
A su alrededor maniobraba un equipo de gente también sin rostro, uniformada con unas largas batas de color caqui y mascarillas y guantes de cirujano. Eran tres equipos de seis, perfectamente coordinados por las órdenes gestuales que continuamente daba uno de ellos desde una especie de podio de color rojo que se elevaba sobre la sala.
De nuevo, no sin un gran recelo y atacado por una ansiedad creciente, me dispuse a volver a observar a aquel hombre. Le habían colocado una mordaza de cuero que había sido ajustada a su boca con saña. En principio pensé que tal vez sus gritos habían estado restando concentración a aquellos extraños personajes, cuyo cometido aún no llegaba a adivinar, y que por tal motivo se habían visto obligados a amordazarlo. Aunque en realidad el silencio seguía siendo absoluto. En cualquier caso, los interminables gritos que no cesaba de verter por sus enrojecidos ojos, por cada uno de los poros de su piel –ahora comprendí que el olor que había percibido al principio procedía en gran parte no de su orín y sus heces, sino de su sudoración-, por cada una de las convulsiones casi inmóviles que sacudían su cuerpo… se evidenciaban, mudos en el silencio, de un modo atronador.
Entonces fue cuando reparé en varios tubos de plástico delgados, largos y transparentes, que parecían partir desde detrás de las paredes de vidrio y que habían sido conectados a sus piernas y brazos por medio de unas deslumbrantes agujas plateadas que reflejaban con violencia el sol que se filtraba a través del cristal que conformaba aquella aséptica mazmorra. Horrorizado, comprendí que iba a contemplar una ejecución desde un lugar de privilegio que no imaginaba que nadie pudiese desear. Y que me encontraba en una funcional sala de diseño para la aplicación de penas de muerte mediante uno de esos métodos que definen, eufemísticamente y con cinismo, como humanitarios.
Me pregunté, entonces, cuál habría sido el delito de aquel ser indefenso y precario, que se debatía en una lucha desesperada y sin esperanza –imaginé en ese momento que el sonido de sus gritos debía asemejarse al que emiten los cerdos cuando huelen que van camino del matadero y no cesan de proferir, como maldiciones, esa especie de agudos gruñidos que recuerdan el llanto de un millón de niños enfermos y acosados de dolor-, para merecer ser tratado de un modo tan humillante y tan fría y calculadamente criminal, tan perpetradamente inhumano. Y no pude encontrar respuesta alguna.
Pensé que tal vez podría interceder de algún modo para tratar de detener aquella barbarie, pero entonces descubrí que, por mucho esfuerzo que hiciera con cada uno y todos los músculos de mi cuerpo, apenas podía moverme. Tan sólo podía girar la cabeza y, con el resto del cuerpo, sólo alcanzaba a articular un intenso y doloroso movimiento espasmódico muy similar al que había observado en aquel despojo humano que yacía sobre aquella extraña silla de obstetricia. Intenté de nuevo gritar cuando observé como unos líquidos de tenues colores transparentes comenzaban a circular por los tubos de plástico y en unos instantes se introducían en las arterias del hombre, que ahora ya sudaba a borbotones y hacia unos esfuerzos mucho mayores que antes por ejecutar, sin lograrlo, un movimiento certero que lo librara de aquel destino inminente e inexorable. En poco tiempo aquellos líquidos dejaron de fluir. Al pesado silencio se unía ahora una quietud inamovible. La muchedumbre gris, los tres equipos de verdugos, el aire de la habitación, todo, parecían formar parte de un breve instante congelado para siempre sin tiempo. Sólo aquel hombre y yo parecíamos aún no resignarnos a aquella vertiginosa inmovilidad. Súbitamente, el hombre, tras varios movimientos espasmódicos, aunque también de corto recorrido, mucho más violentos y desgarradores que los anteriores, se desplomó sobre su propio ser y quedó totalmente inmóvil.
Entonces desperté en el suelo sobre un charco de heces y orín que tintaba de ocre y marrón la bata verde que llevaba puesta. Y sentí, sin saberme culpable, que estaba muerto.
Poco a poco fui recobrando la claridad de la vista. Lo primero que captaron mis ojos, con el detalle suficiente como para que mi cerebro pudiese creer interpretar lo que le trataban de transmitir, fue la silueta de un hombre convulsionándose sobre una especie de camilla. Eran unas convulsiones casi imperceptibles, pero a la vez muy intensas, que se sucedían con una inusitada rapidez, casi sin solución de continuidad entre espasmo y espasmo.
Cuando hube recuperado suficientemente el equilibrio, comencé a mirar a mi alrededor. Me encontraba en lo que, sin ningún tipo de certeza, creí una especie de cámara de gas. Pero no era una cámara de gas habitual, como esas que nos hemos acostumbrado a ver en las películas norteamericanas. Esta tenía todas sus paredes, o su única pared cilíndrica -que terminaba formando sin ruptura aparente la cubierta semicircular que la coronaba-, de grueso vidrio. En el exterior, en una falsa llanura cuya cota se iba elevando con la lejanía y cuyos confines se perdían confundiéndose en el horizonte, una muchedumbre infinita de gente sin rostro, uniformada de gris, observaba inmutable, desde detrás de sus inexpresivos ojos de color negro vacío, lo que se me antojaba, por la infinita multitud que allí se había congregado, iba a ser un espectáculo incomparable.
De súbito, experimente una especie de extraño y sobrecogedor déjà vu que me hizo sentir como si ya hubiese estado anteriormente observando ese lugar -desde fuera, entre aquella infinita masa gris de personas sin alma- millones de veces. Un pavor angustioso comenzó a recorrerme cada nervio y cada célula del cuerpo y rompí en una avalancha de gritos, desarticulados por la perplejidad y la aguda emoción de desesperación que me anegaba los sentidos. Pero el silencio continuaba siendo absoluto.
Dirigí de nuevo la mirada al lugar en el que había visto a aquel hombre, percatándome en este instante de que se localizaba justo en el centro de aquel recinto acristalado. La visión era dantesca.
El hombre estaba concienzudamente atado a una especie de singular silla, muy similar a las que usan los ginecólogos para explorar el aparato reproductivo femenino, e iba vestido tan sólo con una bata corta de color verde que dejaba al descubierto sus brazos, sus piernas y sus genitales. A pesar de ello, hacía desesperados esfuerzos por moverse, lo que se traducía en ese intenso, pero escasamente perceptible espasmo permanente que había observado anteriormente. El suelo, de un blanco níveo, estaba manchado de ocre y marrón por el orín y las heces que aquel pobre diablo, sin duda, no había podido contener.
A su alrededor maniobraba un equipo de gente también sin rostro, uniformada con unas largas batas de color caqui y mascarillas y guantes de cirujano. Eran tres equipos de seis, perfectamente coordinados por las órdenes gestuales que continuamente daba uno de ellos desde una especie de podio de color rojo que se elevaba sobre la sala.
De nuevo, no sin un gran recelo y atacado por una ansiedad creciente, me dispuse a volver a observar a aquel hombre. Le habían colocado una mordaza de cuero que había sido ajustada a su boca con saña. En principio pensé que tal vez sus gritos habían estado restando concentración a aquellos extraños personajes, cuyo cometido aún no llegaba a adivinar, y que por tal motivo se habían visto obligados a amordazarlo. Aunque en realidad el silencio seguía siendo absoluto. En cualquier caso, los interminables gritos que no cesaba de verter por sus enrojecidos ojos, por cada uno de los poros de su piel –ahora comprendí que el olor que había percibido al principio procedía en gran parte no de su orín y sus heces, sino de su sudoración-, por cada una de las convulsiones casi inmóviles que sacudían su cuerpo… se evidenciaban, mudos en el silencio, de un modo atronador.
Entonces fue cuando reparé en varios tubos de plástico delgados, largos y transparentes, que parecían partir desde detrás de las paredes de vidrio y que habían sido conectados a sus piernas y brazos por medio de unas deslumbrantes agujas plateadas que reflejaban con violencia el sol que se filtraba a través del cristal que conformaba aquella aséptica mazmorra. Horrorizado, comprendí que iba a contemplar una ejecución desde un lugar de privilegio que no imaginaba que nadie pudiese desear. Y que me encontraba en una funcional sala de diseño para la aplicación de penas de muerte mediante uno de esos métodos que definen, eufemísticamente y con cinismo, como humanitarios.
Me pregunté, entonces, cuál habría sido el delito de aquel ser indefenso y precario, que se debatía en una lucha desesperada y sin esperanza –imaginé en ese momento que el sonido de sus gritos debía asemejarse al que emiten los cerdos cuando huelen que van camino del matadero y no cesan de proferir, como maldiciones, esa especie de agudos gruñidos que recuerdan el llanto de un millón de niños enfermos y acosados de dolor-, para merecer ser tratado de un modo tan humillante y tan fría y calculadamente criminal, tan perpetradamente inhumano. Y no pude encontrar respuesta alguna.
Pensé que tal vez podría interceder de algún modo para tratar de detener aquella barbarie, pero entonces descubrí que, por mucho esfuerzo que hiciera con cada uno y todos los músculos de mi cuerpo, apenas podía moverme. Tan sólo podía girar la cabeza y, con el resto del cuerpo, sólo alcanzaba a articular un intenso y doloroso movimiento espasmódico muy similar al que había observado en aquel despojo humano que yacía sobre aquella extraña silla de obstetricia. Intenté de nuevo gritar cuando observé como unos líquidos de tenues colores transparentes comenzaban a circular por los tubos de plástico y en unos instantes se introducían en las arterias del hombre, que ahora ya sudaba a borbotones y hacia unos esfuerzos mucho mayores que antes por ejecutar, sin lograrlo, un movimiento certero que lo librara de aquel destino inminente e inexorable. En poco tiempo aquellos líquidos dejaron de fluir. Al pesado silencio se unía ahora una quietud inamovible. La muchedumbre gris, los tres equipos de verdugos, el aire de la habitación, todo, parecían formar parte de un breve instante congelado para siempre sin tiempo. Sólo aquel hombre y yo parecíamos aún no resignarnos a aquella vertiginosa inmovilidad. Súbitamente, el hombre, tras varios movimientos espasmódicos, aunque también de corto recorrido, mucho más violentos y desgarradores que los anteriores, se desplomó sobre su propio ser y quedó totalmente inmóvil.
Entonces desperté en el suelo sobre un charco de heces y orín que tintaba de ocre y marrón la bata verde que llevaba puesta. Y sentí, sin saberme culpable, que estaba muerto.
Abril de 2006
2 comentarios:
Qué bien escrito Rafa.
Es un texto duro de digerir. No quisiera ver mi muerte si fuese (o hubiera) sido así. Es un tema que siempre trae el horror.
Un abrazo, dos.
Te quiero
La poesía que seleccionaste es excelente, qué buen final.
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