Las principales avenidas urbanas, como si sufrieran de insomnio, parpadean día y noche en tres colores: Rojo, verde y ámbar. Son un manicomio de tráfico, donde los automóviles se transforman en locomóviles.
Es domingo. Por una vez a la semana nadie tiene prisa. La ciudad se despereza lentamente.
La mayoría de los coches tiene una vida sedentaria: pasan más tiempo aparcados en las aceras que moviéndose.
Primero fueron el mulo y el caballo, la carreta y la carroza, y luego el vehículo utilitario y el coche de lujo. Siempre hubo pobres y ricos para moverse por la ciudad.
Esa parada de taxis tan a mano fue antes parada de autobuses, de tranvías y ómnibus, de coches de punto y parada de postas de diligencias.
Los semáforos sustituyeron a los guardias de tráfico. Y a ambos un nuevo invento: las rotondas urbanas. Éstas se extienden como una plaga bíblica. Se multiplican así los tiovivos donde los coches giran y giran sin cesar en torno a una glorieta ajardinada, cuyas plantas beben impasibles humos tóxicos y alquitranes.
Hay más señales prohibitivas que habitantes. Los urbanitas aprendemos desde la tierna infancia a dominar constantemente nuestros impulsos más primarios para movernos con ese miedo infantil de ser sorprendidos por la autoridad y castigados.
Los jóvenes rebeldes se sienten tanto más libres, cuántas más normas de tráfico incumplen. Circulan con sus motos en contramano y por las aceras. Se divierten haciendo el caballito desbocado con sus bicicletas enanas espantando a los peatones, zigzaguean con sus patines entre las aglomeraciones de viandantes…
(¢) Carlos Parejo Delgado
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